Por Ignacio Alfredo Grassia de la Red Federal de Historia de las Relaciones Internacionales IRI-UNLP
Emanado de la Declaración Universal de Derechos Humanos, tanto este Pacto como el de Derechos Económicos y Sociales sentaron las bases jurídicas de una nueva estructura jurídica internacional.
Luego de que la Segunda Guerra Mundial se diera por concluida, en el seno de la Organización de Naciones Unidas se labraron los tres documentos antes mencionados que buscaban construir un orden internacional distinto al que se cerraba. Un sistema verdaderamente abierto, transparente y universalmente benéfico para las naciones del mundo: estas eran las pretensiones con las que los mandatarios asistían a las reuniones de la Asamblea General y sobre las que los diplomáticos trabajaban para darle verdadera entidad y sustancia al pretendido altruismo de sus Jefes de Estado. La Declaración Universal de 1948 fue tan solo el primer paso en la búsqueda de un marco según el cual comprender cabalmente la manera en la que la dignidad humana debía ser protegida y enriquecida; los Pactos Internacionales se pensaron idealmente como la traducción jurídica de los principios expresados en aquel primer documento, constando una lista no taxativa pero lo suficientemente general de los derechos que, en cada ámbito de la vida humana, los Estados debían garantizar.
Lo que resulta interesante acerca del Pacto que nos convoca es el contexto en el cual fue gestado. Tanto el Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos como su gemelo, el de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, fueron estandartes de cada polo de la Guerra Fría (1). Al calor de la Guerra de Vietnam y el ciclo de movimientos guerrilleros en Latinoamérica, habiendo sucedido ya la Crisis de los Misiles del 62, ambos bloques del mundo defendieron con ahínco uno de los dos Pactos: EEUU y el Occidente europeo hicieron más hincapié en la defensa de los derechos civiles y políticos (entendidos como los derechos “de primera generación”), en clara referencia a que sobre ellos estaban cimentados los principios fundantes del liberalismo que nos había legado, entre muchas otras cuestiones, las constituciones nacionales y el reconocimiento de la libertad como principal valor para la humanidad. Principios que, vale recordar, reconocieron los más grandes pensadores de la Ilustración, en clara ofensiva contra los poderes despóticos europeos que reinaron durante la Edad Media. Del otro lado, podemos encontrar a la URSS y los países de órbita abocando sus esfuerzos por un documento que expresa las causas que discursivamente sostenían defender: sobre todo, condiciones dignas y equitativas de trabajo, acceso a servicios esenciales básicos, libertad sindical y derecho a huelga. Estos derechos, desde el polo soviético, cobraban importancia ante el avance de un sistema capitalista rapaz y abusivo con las mayorías desposeídas, cuyos Estados actuaban sistemáticamente para perpetuar un orden desigual y violento.