Hay un acuerdo generalizado de que Estados Unidos fracasó en Afganistán. Durante aproximadamente 20 años estuvo involucrado en un conflicto que terminó con una triste retirada dando lugar a la desilusión, la crítica y al agobio mientras cedían lugar a los talibanes. Para muchos, el peor final.

Sin embargo, es prematura y reduccionista sostener la idea de “el fracaso de la campaña militar norteamericana en Afganistán”. En muchos aspectos, se podría concluir todo lo contrario, no solamente la campaña militar ha beneficiado, en diversos niveles, a Estados Unidos a lo largo de estos años, sino también que la nueva propuesta estratégica apela a reducir los costos operativos mientras mantiene beneficios económicos y políticos.

Con esto, no se pretende defender ninguna postura ideológica ni tampoco la política exterior estadounidense. En todo caso, el punto de partida del presente artículo es coincidente con la propuesta de Juan Battaleme: “Afganistán es una derrota de todo el aparato institucional del intervencionismo liberal -nacido al calor de la posguerra fría- producto de un occidente transformacional y optimista que creía en la tarea de construcción de naciones”

Con el fin de relativizar y matizar, en pocas palabras, la idea del “fracaso” de EE.UU. en la llamada Guerra de Afganistán (2001-2021) se considerarán, sintéticamente, 3 dimensiones: la militar, la política y la económica.

Lo militar, lo político y lo económico

Desde el punto de vista analítico, es necesario diferenciar en dos categorías distintas los objetivos estrictamente “militares” de lo “políticos”. Y antes de que caer en el parafraseo de Clausewitz, el cual la guerra es la continuación de política por otros medios, vale la pena hacer el señalamiento que refiere a distinguir objetivos y medios, y que justamente gran parte de los errores yacen en la confusión de ambas dimensiones.

El principal eje de crítica donde surge la hipótesis del fracaso de Estados Unidos en Afganistán se encuentra en las aspiraciones políticas que idearon y justificaron la guerra. Por medio de una notable vaguedad discursiva se forjó un ideal utópico, en torno a valores liberales y occidentales, para justificar una intervención militar que ocultaba otros intereses y objetivos tanto económicos como (geo)políticos.

La Guerra contra el Terror, que fue la campaña lanzada por George Bush como respuesta al atentado a las Torres Gemelas en septiembre del 2001, partía de un principio conceptual complejo y abstracto. He aquí el primer problema discursivo: es imposible ganar una guerra contra el “terror”, porque el terror, o el terrorismo no son actores, sino formas de operar (son un medio o un tipo de accionar, no un fin en sí mismo); por ende, no se puede destruir. Este tipo de vaguedades conceptuales fueron acompañando la gran variedad de comportamientos de Estados Unidos en Afganistán a lo largo del tiempo. El segundo problema, es que el “terror” fue blanco inicial de la gestión Bush debido a la presunción -nunca confirmada- del apoyo de los talibanes a al-Qaeda, pero también lo fue la idea de “democratizar”; otro problema aun mas complejo.

En términos militares, en el marco de la operación “Libertad Duradera” para fines del 2001 se había logrado derrocar al gobierno talibán. Esto fue un objetivo concretado con éxito. Ahora bien, cabe destacar que Estados Unidos y la coalición que lo apoyó nunca buscó destruir Afganistán o aniquilarla. Si ese hubiera sido el caso, la mayoría podría estar de acuerdo en que el poder militar norteamericano tiene la suficiente capacidad para para hacerlo, sobre todo un país en vías de desarrollo y con un sistema de defensa como el de Afganistán.

Es en este punto donde se puede empezar a dudar de la tesis fracaso “militar”. Porque en términos militares fueron logrando muchos de sus objetivos, hasta incluso finalmente eliminar a Osama bin Laden en el 2011. En términos militares, el problema comenzó a ocurrir cuando se empezaron a generar nuevos objetivos, extendiendo las funciones básicas de las FF.AA., ampliándolos hacia un nivel abstracto y perpetuo. Abandonaron lo estrictamente militar, y comenzaron a ocupar un rol de pacificadores y aseguradores de la seguridad pública afgana, mientras aspiraban a ser arquitectos e ingenieros institucionales que tenía por fin último “democratizar”.

Si se trata de destruir, el poder militar y tecnológico estadounidense es difícilmente discutible. Ahora bien, acorde al cambio de misiones, la extensión de sus funciones y el rol que se les fue asignando, lo militar empezó a entrecruzarse con “lo político”. Se aspiró a crear instituciones con una fuerza diseñada para destruir y no para construir; mezclando así objetivos militares con sociopolíticos.

En este sentido, para el caso de Afganistán (como de Irak) el problema en encuentra en la justificación del uso del poder militar para construir una democracia liberal, equitativa, capitalista, prospera, estable y autónoma. Ambicioso y desacertado a la vez.

En lo que respecta a lo económico, un punto relevante, hasta ahora bastante ignorado, es que Afganistán es el principal productor de opio del mundo. Meses antes de ser invadidos en el 2001, el gobierno talibán de aquel entonces, había impuesto una prohibición taxativa en la producción de opio logrando bajar sustantivamente la producción.

Figura 1: Producción potencial de Opio en Afganistán en toneladas (1994-2016)

Fuente: UNODC, opium surveys 1994-2016

Si incluimos la información de Afghanistan Opium Surveys (2021) la tendencia general ha sido de aumento con un pico notable en el año 2017. No solamente se registra un aumento de producción a lo largo de estos últimos 20 años, sino también una expansión de las áreas cultivadas. Lo llamativo es que, el único caso de éxito de una política para combatir el opio, ha sido de la mano de los talibanes en el año 2001 previo al atentado a las torres gemelas. Si, bastante sospechoso.

Uno de los puntos que más se ha utilizado para la crítica de la presencia de Estados Unidos en Afganistán es la producción ilegal del opio, y este, es un eje clave presente el discurso del nuevo gobierno talibán. Ya en su primera conferencia de prensa Zabihullah Mujahid, el portavoz oficial, aseguró el nuevo gobierno se quiere evitar que Afganistán se convierta en un narco-estado buscando regular con mayor hincapié la producción opioide.

Además de opio, Afganistán es productor de petróleo, gas, tierras raras, uranio y litio, todos minerales estratégicos los cuales han tenido una activa participación principalmente Estados Unidos y cada vez más China -no hay que olvidar que China es el principal demandante global de tierras raras.

Si agregamos el dato que las empresas que más crecieron en Afganistán, en los últimos años, fueron principalmente de capitales estadounidenses y europeos: A B Corporation, DynCorp, Supreme Group, ManTech, Fluor Corporation, Raytheon Technology, Unocal, entre otras. India y China han tenido una notable participación y con la retirada de Estados Unidos es esperable que su rol económico aumente.

En este sentido, Afganistán posee una economía notablemente dependiente de potencias extranjeras y seguramente continúe siendo de esa manera en largo plazo. Es decir, la intervención sí rindió frutos económicos. Lo que está en debate es, en todo caso, el rol de China -y en menor proporción Rusia, India y Pakistán- en el futuro de este país.

Nos vamos, más vale que se porten bien

El acuerdo firmado el 29 de febrero de 2020 entre Estados Unidos y los talibanes se podría resumir de la siguiente manera: “nos vamos, más vale que porten bien”.

Dicho pacto establece principalmente que Estados Unidos se retira del territorio intervenido con la consigna que Afganistán no representará en el futuro una amenaza para la seguridad norteamericana y que además los talibanes se deben comprometer a trabajar en conjunto para la reconstrucción de su país con la presencia de organismos internacionales.

Esta transición pactada permite inferir algunas cuestiones. En primer lugar, que los talibanes no son los “mismos” que eran hace décadas atrás y a pesar de la desconfianza de muchos analistas, su reciente ascenso al poder ha sido bajo una retórica muy diferente a la esperada (escenas con autitos chocadores, comiendo helado, etc.). En segundo lugar, han aprendido de la experiencia de grupos extremos, especialmente el ISIS, que para tener poder y gobernar con cierta estabilidad es necesario tener el apoyo formal internacional. En tercer lugar, su ganancia política implica en el corto y mediano plazo compromisos económicos, sociales y políticos que deben cumplir.

 De esta forma, al tamizar las diferentes dimensiones de la campaña de Estados Unidos en Afganistán se pueden observar, a primera vista, cuestiones complejas, en un proceso que duró dos décadas, en el cual todos los actores involucrados fueron transformándose a lo largo de las diversas experiencias.

Si los talibanes mantienen los vínculos económicos con Estados Unidos, abandonan estrategias hostiles hacia Occidente, se acoplan a los mandatos regulatorios internacionales del opio y en mayor o menor medida emulan las estrategias políticas y sociales de otros países musulmanes estables y aceptados por el sistema internacional (Qatar, Arabia Saudita, Pakistán, etc.) el objetivo político norteamericano en Afganistán estaría muy lejos del ideal, pero difícilmente pueda ser considerado un fracaso.

Aún es muy prematuro para juzgar el éxito o el fracaso de una campaña que optó finalmente por ceder espacio a sus iniciales enemigos; sería un error suponer que lo que falló es el poder militar de Estados Unidos, sino más bien su intento de crear un gobierno a imagen y semejanza de un ideal discursivo exacerbado durante años para justificar, (ahora sí) la continuación de política por otros medios.

El cambio de estratégico responde a nueva apuesta política a posteriori de un proceso de disciplinamiento político-militar. En qué medida los talibanes responderán a los intereses norteamericanos, eso podrá observarse en el mediano plazo y dependerá también de la continua presencia de la(s) potencia(s) por otros medios y la capacidad propia de los talibanes de crear estabilidad gubernamental, inserción internacional y legitimidad política.

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Alfredo Leandro Ocón
Licenciado en Ciencia Política y Magister en Estrategia y Geopolítica. Ph.D Candidate en Ciencia Política en la Universidad Torcuato Di Tella. Investigador y docente en la Escuela Superior de Guerra de Ejército, tanto en la Maestría en Estrategia y Geopolítica como en la Especialización en Gestión de la Defensa Civil y Apoyo a la Población. Autor de diversos libros, artículos académicos y notas de opinión en temas referidos a Geopolítica, Economía Política, Defensa y Tecnología.

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