En abril de 1994, Ruanda, un pequeño país de la zona oriental de África, fue escenario de uno de los genocidios más atroces del siglo XX, se estima que asesinaron a un millón de personas, en su mayoría de la etnia Tutsi y así también a hutus moderados que se oponían al régimen extremista hutu.
Desde el periodo colonial y luego del siglo XIX las potencias europeas se repartieron África según sus intereses. Así, desde un principio, Ruanda pasó a ser una colonia alemana. Con la derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial, el territorio de Ruanda quedó bajo el control de Bélgica.
Durante siglos esta región era habitada por dos etnias, los Hutus, que eran mayoría y realizaban trabajos relacionados con la agricultura, y los Tutsis que eran una minoría pastoril. Las diferencias entre estas dos etnias fue institucionalizada. Los colonizadores otorgaron privilegios a los tutsis, así se alimentó un sentimiento de opresión en la mayoría Hutu exacerbando tensiones históricas.
Cabe destacar que para poder resaltar aún más las diferencias, los documentos de identidad ruandeses empezaron a registrar no solo el nombre y apellido de sus ciudadanos, sino también su etnia de origen.

Tras la independencia en 1962, el poder pasó a manos hutus, pero las heridas quedaron abiertas. Así Ruanda durante muchas décadas fue un campo de conflictos y disturbios étnicos. El Frente Patriótico Ruandés (FPR), conformado en gran parte por exiliados tutsis, comenzó a presionar al gobierno hutu desde el exilio. En este contexto de tensión étnica y política, el 6 de abril de 1994, el avión del presidente Juvénal Habyarimana fue derribado por un misil y esto fue la chispa que encendió el horror.
Con precisión milimétrica, estaciones de radio como Radio Télévision Libre des Mille Collines comenzaron a difundir mensajes de odio y llamados al exterminio. Milicias hutus, como los Interahamwe, salieron a cazar tutsis casa por casa. Vecinos mataron a vecinos con machetes, palos y armas improvisadas.
Los cuerpos se acumulaban en las calles, en las iglesias, en los ríos. Hubo casos donde monjas y sacerdotes fueron responsables de varios asesinatos de tutsis y hutus moderados. Lo que no se llevó la violencia, lo hizo el silencio del mundo. Ni la ONU, ni las potencias occidentales, ni los medios internacionales actuaron a tiempo. Las tropas de paz de la ONU fueron retiradas o desarmadas. La comunidad internacional miró hacia otro lado.
Cuando el Frente Patriótico Ruandés, liderado por Paul Kagame, logró tomar el control del país en julio de 1994, el genocidio terminó, pero las cicatrices quedaron. Millones de refugiados huyeron a países vecinos, y los intentos de justicia y reconciliación comenzaron de a poco.
En 1995 se creó el Tribunal Penal Internacional para Ruanda (TPIR), con sede en Arusha, Tanzania, que condenó a varios altos mandos responsables del genocidio. A nivel nacional, también se implementaron tribunales comunitarios gacaca para juzgar a los responsables locales.
A más de 30 años del genocidio, Ruanda ha logrado una estabilidad que asombra, aunque bajo un gobierno que también ha sido cuestionado por su falta de libertades. Sin embargo, el dolor sigue vivo en la memoria de sus habitantes.
El caso ruandés es un símbolo de lo que ocurre cuando el odio es legitimado, cuando la división se convierte en norma y cuando el mundo decide no intervenir. Es una herida abierta que nos obliga a reflexionar: ¿qué hacemos hoy frente a los nuevos genocidios silenciosos?
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