Rusia informó este martes 30 de diciembre que el sistema de misiles Oreshnik comenzó “servicio de combate” en Bielorrusia, según comunicó el Ministerio de Defensa ruso al difundir imágenes de unidades móviles en maniobras y entrenamiento. El anuncio se produce en un momento de alta sensibilidad política, con negociaciones y contactos internacionales orientados a destrabar un eventual esquema de alto el fuego en Ucrania.

La confirmación pública llega luego de que el presidente bielorruso, Alexander Lukashenko, señalara semanas atrás que el sistema ya había arribado al país y que Minsk prevé recibir hasta 10 complejos de este tipo. Para Moscú, Bielorrusia funciona como profundidad estratégica y como plataforma adelantada en el flanco oriental europeo, un dato que condiciona lecturas en la OTAN.
En paralelo, Estados Unidos intenta sostener una ventana diplomática: Donald Trump recibió a Volodímir Zelenski en su residencia de Mar-a-Lago y afirmó públicamente que ambas partes estarían “más cerca que nunca” de un arreglo, aunque también admitió que el proceso puede descarrilar por desacuerdos de fondo. La sincronía entre esos contactos y la puesta en servicio del Oreshnik alimenta la percepción de que el Kremlin busca negociar desde una posición de fuerza.

En términos técnicos, el Oreshnik es presentado por Rusia como un sistema balístico móvil de alcance intermedio. Autoridades bielorrusas lo ubicaron con un alcance de hasta 5.000 km, mientras que reportes previos lo encuadraron dentro de la categoría de misiles capaces de volar entre 500 y 5.500 km, una clase de armas que estuvo restringida durante décadas por el tratado INF, abandonado por Washington y Moscú en 2019.
Oreshnik: capacidad, precedente y señal política
Rusia ya había puesto el sistema en el centro de su narrativa disuasiva tras probar, en noviembre de 2024, una versión convencional en un ataque sobre territorio ucraniano. Putin sostuvo entonces que sus ojivas múltiples pueden descender a velocidades cercanas a Mach 10 y que el arma sería difícil de interceptar, además de remarcar que, antes del impacto, no es posible saber si porta una carga convencional o nuclear.

El despliegue en Bielorrusia se monta sobre una infraestructura de cooperación militar que ya venía escalando: Rusia anunció en 2023 el traslado de armas nucleares tácticas a territorio bielorruso. En 2024, además, el Kremlin actualizó su doctrina nuclear en una dirección más expansiva (incluyendo formulaciones que buscan elevar el costo político-militar de ataques convencionales respaldados por potencias nucleares) y reforzó el encuadre de Bielorrusia bajo su paraguas estratégico.
En la práctica, el mensaje combina dos destinatarios. Hacia afuera, busca desalentar la idea de intervención o escalamiento occidental en el teatro ucraniano y recordar que el vector bielorruso sigue activo. Hacia adentro, refuerza la narrativa de control y avance en el umbral de las negociaciones: con el Oreshnik operativo, Moscú procura proyectar que sus cartas no se reducen a la línea del frente, sino también a su capacidad de presión regional.
Más allá del anuncio, el punto de controversia será la traducción operativa: cuántos sistemas se estacionan efectivamente, en qué régimen de alistamiento y bajo qué reglas de empleo conjunto con Minsk. En un escenario de conversaciones aún frágiles, cada movimiento verificable —videos oficiales, ejercicios, rotaciones y posicionamientos— tenderá a leerse como parte del pulso entre disuasión y diplomacia que marcará el arranque de 2026.
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