En un país atravesado por una de las crisis económicas más profundas de las últimas décadas, con una inflación desbordada, recesión prolongada y niveles históricos de pobreza, la seguridad emergió como una de las principales preocupaciones sociales. La violencia vinculada al narcotráfico, particularmente en ciudades como Rosario, expone el avance de redes delictivas cada vez más sofisticadas, que operan con lógica empresarial y vínculos con estructuras estatales. En ese escenario de degradación institucional y urgencia política, el presidente Javier Milei revalidó una idea expresada en 2024 —durante una entrevista con CNN Radio Argentina— afianzando su intención de replicar el modelo carcelario del mandatario salvadoreño Nayib Bukele, que reavivó una polémica ya insinuada durante la campaña, que incorpora una dimensión inédita: el financiamiento privado de las futuras megacárceles.
En materia de seguridad, la Argentina arde. Con epicentro en la ciudad de Rosario, el narcotráfico ya no opera en la sombra: disputa territorios, corrompe estructuras estatales y siembra terror a través del sicariato y la violencia aleatoria. En 2023, Rosario registró 259 homicidios, apenas por debajo de los 287 asesinatos de 2022. Con notables mejoras en 2024, apenas por encima de los 90 decesos, y con un trimestre inicial en 2025, bastante desalentador, respecto al año pasado. En otros distritos del país, como el Gran Buenos Aires, los arrebatos violentos y entraderas, la marginalidad y altos niveles de violencia, también son cuenta corriente. Ahora bien, ¿cuánto de esta realidad puede asemejarse al crimen organizado de pandillas en El Salvador?

En este país centroamericano, el fenómeno de las maras se consolidó durante décadas como una estructura criminal de base territorial, con fuerte cohesión interna, códigos simbólicos, y una inserción directa en la vida de los barrios más pobres. Se trata de organizaciones que, pese a su violencia explícita, funcionan como subculturas con reglas propias y una lógica de control directo de zonas completas del país.
En Argentina, en cambio, el crimen organizado opera con otras dinámicas. El narcotráfico, lejos de ser un fenómeno barrial, se ha integrado en redes que combinan poder económico, estructuras para el lavado de activos, connivencia política, judicial y policial, y tercerización de la violencia a través del sicariato. Las balaceras en Argentina no son producto de rituales pandilleros, sino de disputas entre facciones del narcotráfico que se disputan rutas, protección estatal y zonas de influencia. No hay maras de tatuados, ni pandilleros con machetes: hay operadores, testaferros, punteros y sicarios jóvenes reclutados en los márgenes de las grandes ciudades.
Esta diferencia no es menor. Porque mientras el modelo Bukele se basa en capturar a miles de miembros de organizaciones visibles, identificables y socialmente segregadas —con una respuesta de fuerza masiva, mediática y carcelaria—, lo cual hace indispensable la estructuración de grandes centros de detención, el crimen en Argentina se mueve entre sombras más complejas, donde muchas veces el delito no está en guerra con el Estado, sino articulado con él. Donde además de un gran cúmulo de presos, hay infinidad de redes delictivas subterráneas, tan difíciles de destapar cómo apresar a quien las comanda.
Entonces, ¿cuán exitoso puede resultar exportar tal plan de seguridad, para aplicarlo en Argentina?.

La realidad es que su viabilidad es incierta, dadas las grandes diferencias en las génesis de la criminalidad de ambos países, y la estructura organizacional de los esquemas delictivos. De igual manera, las intenciones de “bukelizar” el sistema penitenciario argentino parecen haberse suplantado bajo una operación discursiva eficaz, más que constituir un plan de implementación concreto. El modelo salvadoreño fue levantado como estandarte simbólico por el oficialismo argentino —especialmente durante los primeros meses de gestión—, pero en la práctica ha mutado hacia un enfoque marcadamente financiero.
En palabras textuales del presidente “Hay cárceles que se diseñaron en determinado momento de la historia, pero el crecimiento de la población hizo que eso quedara en una zona urbanizada. ¿Entonces qué es lo que estamos pensando hacer? Vender esas cárceles a empresas que se dediquen a ‘real estate’ y que esa empresa financie la construcción de una nueva alejada de la ciudad”, planteó el presidente en la entrevista con Andrés Oppenheimer en CNN Argentina. El presidente Milei deslizó la posibilidad de “vender al precio del Real Estate” los actuales edificios penitenciarios ubicados en muchas zonas urbanas, para con ese dinero construir nuevos complejos carcelarios de gran escala, alejados de las ciudades, con capacidad para entre 5.000 y 6.000 internos. Más allá de esto, ni la ministra Patricia Bullrich ni el propio mandatario han vuelto a pronunciarse formalmente sobre el tema desde aquel anuncio, lo que sugiere que, más que una política criminal inmediata, se trata de una narrativa que busca capitalizar políticamente el clamor social por seguridad y orden.

¿Dónde estaría la rentabilidad de realizar tales transacciones?
Lo verdaderamente novedoso —y distintivamente libertario— del proyecto no es la inspiración en el modelo salvadoreño, sino el modo en que se piensa su financiamiento y gestión. Lejos de ampliar la presencia estatal en términos clásicos, la idea de Milei radica en aplicar criterios de mercado al sistema penal: vender edificios carcelarios actuales como activos inmobiliarios y construir nuevos complejos con esos fondos, apelando incluso a capitales privados. Es, en definitiva, una lógica de “seguridad de mercado”, donde el castigo no sólo se endurece, sino que se privatiza, se aleja del núcleo urbano y se reorganiza bajo parámetros de eficiencia económica. El Estado no se fortalece en sus capacidades judiciales, penitenciarias o investigativas, sino que se convierte en gestor de activos y garante de disciplina. Es el castigo como servicio, y la cárcel como inversión.
Por colectora, sin avanzar más en el tema ¨megacárceles¨, el Gobierno ya adelantó que planea enviar un proyecto de ley al Congreso para ampliar la participación de Fuerzas Armadas en materia de seguridad interior, así como una “ley antimafia” para combatir a organizaciones criminales.

La propuesta de replicar el modelo carcelario de Bukele en Argentina se presenta como una estrategia cargada de promesas de orden y disciplina, pero también está marcada por una gran incertidumbre. Si bien la narrativa política en torno a las “megacárceles” y la privatización del sistema penitenciario busca captar el clamor popular por una mayor seguridad, la viabilidad de estos proyectos sigue siendo incierta. Las diferencias estructurales entre el crimen organizado en ambos países, junto con las complicaciones inherentes a la privatización de la seguridad y la gestión de recursos penitenciarios, plantean serias dudas sobre la efectividad y sostenibilidad de una estrategia tan radical. En caso de llevarse a cabo, la pregunta sigue siendo: ¿será posible replicar el modelo de Bukele en un contexto tan distinto como el argentino, o esta iniciativa terminará siendo más un discurso que una política concreta? Solo el tiempo dirá si el intento de exportar este enfoque punitivo y privatizado tendrá éxito o si, por el contrario, quedará atrapado en las contradicciones de un sistema que parece anteponer la eficiencia económica al fortalecimiento real del Estado de derecho.
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