Hace 73 años fue publicada la obra póstuma del filósofo italiano Antonio Gramsci. En ella destaca un concepto que abrió todo un abanico de posibilidades para la reflexión sobre el presente y futuro del cambio social, el concepto de hegemonía. La idea de hegemonía es entendida como la forma de dominación del capitalismo de la población, no solo en la esfera del trabajo, sino también en su dimensión social, cultural, artística, etc. La hegemonía es el pensamiento que se implanta desde arriba que atraviesa todo el ámbito social, con el fin de hegemonizar la opinión pública, el pensar y actuar. Es decir, aquello que creemos que es una idea que nos es propia, que hemos elegido libremente, no lo es tanto, y se enmarca dentro de un “sentido común” promovido desde las altas esferas del poder.  

Cuando se ha implantado un “sentido común”, pocos y pocas veces se plantean el porqué de una u otra decisión, de una u otra forma de pensar, simplemente se adhieren a aquello que es visto por la opinión pública como correcto, pensamiento el cual no es arbitrario ni aleatorio sino que ha sido expandido en la sociedad por múltiples mecanismos.  En el caso de la problemática del cambio climática sucede exactamente lo descrito. 

En la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, celebrada este mes en Glasgow, se llegó a una serie de consensos entre los líderes de las 200 naciones participantes. El principal tiene que ver con la reducción de los gases de efecto invernadero para que la temperatura media del planeta no supere los dos grados centígrados respecto a los niveles preindustriales, y en caso de ser posible que no alcance los 1,5. Esto ya fue pactado en 2015 en el famoso “Acuerdo de París” que es revisado al alza periódicamente por la falta de esfuerzos para reducir las emisiones de carbono a pesar de los consensos alcanzados entre los distintos países. 

Parece ser que existe un acuerdo entre los líderes de las distintas naciones, y parece de “sentido común” adherirse a ellos,  pero cabe preguntarse antes si la población respalda tales acuerdos, más allá de los mediáticos episodios de los activistas, y también cuales van a ser los costos para la ciudadanía de intentar alcanzar la hipotética reducción de las emisiones netas cero para mediados del presente siglo. 

¿Se puede crecer económicamente reduciendo las emisiones de CO2?

La respuesta a la pregunta planteada es más compleja de lo que parece. Si nos fijamos en los países más ricos como Inglaterra, Estados Unidos o Alemania, encontramos una reducción sostenida de las emisiones de CO2 a la atmósfera junto a un sólido crecimiento económico. Hay quién podría argumentar que la reducción de las emisiones de estos países se debe a que las industrias que hacen mayor uso de los combustibles fósiles se encuentran deslocalizadas, es decir, se encuentran emplazadas en países terceros y por ello los datos muestran una realidad sesgada.

Si prestamos atención a la publicación desarrollada en la Universidad de Oxford, Our World in Data, observaremos cómo los países citados han logrado reducir sus emisiones aun teniendo en cuenta la importación de mercancías que han requerido de emisiones de Co2 en los países donde han sido consumidas. 

Entre los años 1990 y el año 2019, en Estados Unidos, siguiendo estas condiciones, ha aumentado un 50% la renta per cápita reduciendo un 10% las emisiones de C02. En Reino Unido, ha aumentado su renta per cápita en un 50%, cayendo también las emisiones en un 50%, y contando los bienes importados que han producido C02 fuera de sus fronteras, el consumo real de CO2 en Reino Unido se ha reducido en más de un 30%. En el caso de Alemania encontramos la misma tendencia, un 45% de subida de la renta per cápita y una bajada de las emisiones C02 en un 30%.

Claro que esto no ocurre en todos los países, siendo los principales exponentes de lo contrario China e India. La renta per cápita en China, en el periodo tratado, ha aumentado un 1000%  y las emisiones han crecido un 200%. En India la cuestión se hace más patente, ya que la renta per cápita ha crecido en un 250% y las emisiones en un 200%. Esto se replica en otros países, que aún no han alcanzado un nivel pleno de desarrollo industrial. El problema reside en que es muy difícil que las economías en vías de desarrollo crezcan sin aumentar sus emisiones de C02 per cápita, y a su vez, llegado cierto punto de  descarbonización de las economías, se necesita una serie de mejoras tecnológicas para continuar el proceso que países como Sudán, Egipto, Bolivia o Pakistán  no tienen en su poder.

¿Es deseable alcanzar los objetivos marcados en la Cumbre del Clima? 

Rara vez nos hemos planteado la pregunta de cuáles son los costes de intentar alcanzar la meta de 0 emisiones para el 2050. Para los países en vías de desarrollo es un objetivo que parece tan lejano como el fin de la pobreza a nivel mundial, pero para los desarrollados también supone un costo elevado que va a recaer en última instancia sobre la población.

En un reciente estudio publicado en la revista “Nature” se visibiliza como reducir las emisiones de Co2 a 0 en 2050 en Estados Unidos supondría 11.279 dólares per cápita, un número elevado que a la postre supondría una caída del 11,6% del PBI estadounidense. Lo interesante es que si se plantean escenarios más moderados como una reducción del 20% de las emisiones para 2050 respecto a 2005, el coste per cápita sería de tan solo 75 dólares. Una nada despreciable reducción del 60% de las emisiones en el período descrito supondría un esfuerzo de 1913 dólares por ciudadano estadounidense. 

La enorme diferencia que encontramos, en términos económicos,  en la reducción de las emisiones a cero o en un 60% se debe a que a medida que avanza el proceso de descarbonización de las economías la tecnología necesaria para dicho proceso se encarece, e incluso nos vemos faltos de la misma en ciertos países. 

Si nos ponemos en el escenario de emisiones 0 en 2050 en Estados Unidos, según el estudio citado, el impacto de este titánico esfuerzo en las temperaturas globales apenas sería de una reducción de 0,15 grados centígrados. Esto se debe a que, como veíamos anteriormente, los países que se encuentran en pleno desarrollo de sus economías contrarrestan cualquier intento por parte de occidente de reducir las emisiones globales. Es por ello que no tiene sentido hacer esfuerzos colosales por parte de Europa o Estados Unidos si otros Estados, más allá de sus intenciones reales, no pueden reducir sus emisiones. 

Es de “sentido común” intentar rebajar las emisiones de Co2 para salvar el planeta, y está claro que se ha hegemonizado esta idea en la sociedad occidental, algo que es respaldado por recientes encuestas como la realizada por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo y la Universidad de Oxford, que mostró cómo el 64% de la población mundial cree que el cambio climático es una emergencia global.

Ahora bien, también se preguntó a los ciudadanos estadounidenses por parte del laboratorio de ideas Cato Institute sobre cuánto estarían dispuestos a aportar monetariamente a políticas públicas contra el cambio climático. El resultado fue que el 68% de la sociedad estadounidense no estaría dispuesto ni siquiera a invertir 10 dólares en tal objetivo. 

Es necesario que se tome la cuestión del cambio climático con la seriedad necesaria, lo que implica realizar políticas que se ajusten a la realidad y no solo como una herramienta de rédito electoral por parte de la clase dirigente. Cabe esperar una respuesta conjunta por parte de los líderes mundiales a esta problemática que a su vez deje claro a la población mundial cuáles van a ser las consecuencias de implementar estas políticas, y de esta forma que el consenso llegue a todos los sectores de la sociedad. 

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Franco Marinone
Licenciado en Historia (Universidad de Alicante. España) Master en Relaciones Internacionales e Integración Europea (Universidad de Alicante. España) Investigador colaborador del Centro de Estudios Internacionales de la UCA Investigador colaborador del Instituto Ortega y Gasset

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