La nueva Estrategia de Seguridad Nacional de Estados Unidos, publicada este mes por la administración Trump, cristaliza en un documento doctrinario una serie de principios –“paz a través de la fuerza”, predisposición al no intervencionismo, primacía de las naciones y equilibrio de poder– que sin dudas redefinen la actualidad política/militar contra Venezuela. Si bien estos principios buscan marcar distancia del globalismo liberal de la post Guerra Fría, el texto sigue identificando a China como el principal desafío estructural y revaloriza la doctrina Monroe al declarar al hemisferio occidental como prioridad estratégica.

Ese marco doctrinario se está probando en el Caribe, una crisis que podría explicarse a partir de tres factores combinados. En principio, unas elecciones presidenciales en julio de 2024 en Venezuela denunciadas como fraudulentas, y, en segundo lugar, una nueva ola de sanciones individuales y sectoriales contra al menos 21 altos funcionarios venezolanos. Como tercer factor, un salto cualitativo en la retórica y en las herramientas de presión este 2025, desde la designación del llamado Cartel de los Soles como organización terrorista extranjera hasta operaciones navales y aéreas en el Caribe que ya dejaron decenas de muertos en “narcolanchas” venezolanas.
Venezuela: ¿un laboratorio de la nueva doctrina Trump?
El caso Venezuela funciona hoy como laboratorio de la nueva Estrategia de Seguridad Nacional estadounidense. Uno de sus principios es la retórica de paz a través de la fuerza, la cual se traduce en sanciones, designaciones terroristas y despliegues navales que elevan el riesgo de escalada militar. Este ocupa un lugar central en la nueva estrategia, con la premisa de que sólo un poder militar, económico y tecnológico indiscutido disuade a rivales y evitan guerras abiertas. Así, la Casa Blanca presenta su ofensiva contra Venezuela como una extensión de la “guerra contra las drogas” y como herramienta legítima de autodefensa frente a un narco-Estado. Sin embargo, al mismo, tiempo alimenta las sospechas de que se esté construyendo una coartada para impulsar un cambio de régimen en Venezuela.
Sobre esto último, resulta peculiar destacar otro de los más grandes principios de la nueva doctrina estadounidense: la predisposición al no intervencionismo. Washington afirma que no pretende exportar democracia a la fuerza o incidir en otros Estados. Pero esa definición convive en la actualidad con una práctica que, en el caso venezolano, se acerca cada vez más a los bordes de la intervención clásica. Por ejemplo, el reciente cierre del espacio aéreo venezolano como amenaza, la posibilidad de extensión de operaciones militares “antinarcóticos”, el endurecimiento de sanciones, entre otras tantas medidas.

Para la administración Trump, la “primacía de las naciones” es otro no-negociable, y por ello se postula como un principio clave en su Estrategia de Seguridad Nacional. Éste parte de la idea de que el Estado-nación sigue siendo la unidad política central del sistema internacional y es “natural y justo” que cada país ponga primero sus propios intereses y proteja su soberanía frente a organizaciones internacionales percibidas como intrusivas. Bajo este concepto, Estados Unidos aplica ese criterio de forma selectiva (por ejemplo, negando legitimidad al gobierno de Maduro o reconociendo a líderes opositores como representantes “legítimos” del pueblo venezolano). Por el contrario, Caracas presenta su visión de soberanía nacional para construir un relato alternativo al de Trump, más bien como un frente contra las “medidas coercitivas unilaterales” y contra el hegemonismo estadounidense.
Por último, el principio de equilibrio de poder propuesto en la Estrategia sostiene que Estados Unidos no puede permitir que ninguna potencia –global o regional– alcance un grado de dominio capaz de amenazar sus intereses esenciales. Aunque el documento presenta a China como un reto económico y tecnológico más que como un enemigo militar directo, en la actualidad la profundización del eje Beijing-Caracas transforma a Venezuela en una pieza central de ese equilibrio. Podría decirse que, para China, Venezuela aporta recursos, capacidades técnico-industriales y, de forma más discreta, es un claro receptor de su proyección de poder; pero para Estados Unidos, eso mismo se lee como un intento de “blindar” a un aliado político en su patio trasero, ganando espacios e influencia sobre rutas energéticas y logísticas claves.
Por el momento, parecería que sólo queda esperar a ver cómo evoluciona este triángulo Estados Unidos–Venezuela–China. Hasta ahora, Venezuela parece ser ese terreno de prueba donde colisionan las narrativas de soberanía, seguridad y poder global impulsadas por Washington, mientras que Caracas lo considera un momento de resistencia y Beijing, tal vez, como una oportunidad estratégica.
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