La reciente ejecución de maniobras navales conjuntas entre Australia, Canadá y Filipinas en las aguas cercanas al disputado arrecife de Scarborough Shoal constituye un acontecimiento de alto impacto geopolítico. Más allá de la dimensión estrictamente militar, lo que está en juego es el equilibrio estratégico en una de las rutas marítimas más transitadas y disputadas del planeta. El ejercicio, bautizado Exercise ALON 2025, reunió buques de guerra y aeronaves en operaciones de defensa aérea, y puede interpretarse como un movimiento calculado para reforzar la capacidad de disuasión colectiva frente a la creciente presencia y presión china en el Mar del Sur de China. El simbolismo es evidente: un país directamente implicado en la disputa, Filipinas, respaldado por dos democracias externas al Sudeste Asiático que buscan demostrar compromiso con el orden internacional basado en reglas.
Contexto
El contexto de este ejercicio no se comprende sin aludir a la historia reciente de las tensiones en la región. Desde el fallo arbitral de 2016 emitido en La Haya, que invalidó la base jurídica de las reclamaciones chinas sustentadas en la “línea de nueve trazos”, Manila ha tratado de apoyarse en el derecho internacional para legitimar su posición. Sin embargo, la decisión no ha frenado a Pekín, que intensificó la militarización de arrecifes y la presencia de guardacostas y milicias marítimas en las zonas en disputa. Filipinas se encuentra así en una situación paradójica: cuenta con un fallo internacional a su favor, pero carece de los medios suficientes para hacerlo respetar por sí sola. Es en este marco donde la participación de aliados externos se vuelve crucial. Tanto Australia como Canadá buscan enviar un mensaje claro: que la vulneración del derecho internacional en estas aguas no será ignorada por la comunidad internacional.

Una cuestión de perspectivas y valores, y ciertos medios compartidos
Ahora bien, la respuesta china ha sido previsible. Las autoridades en Pekín denunciaron estas maniobras como una provocación innecesaria, acusando a Filipinas de “invitar fuerzas externas” que desestabilizan la región. Este discurso no es nuevo. China ha desarrollado una narrativa según la cual su ascenso pacífico se ve amenazado por la injerencia de potencias extranjeras, y presenta la cuestión marítima como un asunto estrictamente regional. Bajo esta óptica, la participación de países como Canadá o Australia se percibe como un acto hostil, susceptible de justificar respuestas más firmes en el plano militar o diplomático. El riesgo de incidentes no es teórico: en los últimos años se han multiplicado los choques entre guardacostas chinos y embarcaciones filipinas, generando un clima de alta volatilidad.
Desde la perspectiva filipina, sin embargo, estos ejercicios representan una necesidad estratégica. El desbalance militar con China es abrumador. Manila solo puede equilibrar esa asimetría a través de la internacionalización de la disputa, es decir, atrayendo a actores externos que compartan su interés en la libertad de navegación y en el respeto a la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (UNCLOS). La alianza con Washington ya estaba consolidada en virtud del Tratado de Defensa Mutua de 1951, pero la incorporación de Australia y Canadá amplía la red de respaldos y multiplica los costos que tendría para China una acción agresiva. Es, en definitiva, una estrategia de supervivencia en un vecindario dominado por una potencia mucho mayor.

Para Australia, la motivación es también evidente. Una porción significativa de su comercio exterior atraviesa el Mar del Sur de China, por lo que la seguridad de estas rutas marítimas es una cuestión de interés nacional. Además, Canberra busca reforzar su papel en el Indo-Pacífico como socio confiable de los Estados Unidos, complementando su participación en iniciativas como AUKUS. Canadá, por su parte, pretende ganar visibilidad como actor comprometido con la estabilidad del Indo-Pacífico, proyectando una política exterior que vaya más allá de sus fronteras tradicionales en el Atlántico Norte. Las acciones de Canberra tienen impacto en la percepción de Pekin sin lugar a dudas, sin ir más lejos podemos mencionar los ejercicios de navegación en aguas del Mar de Tasmania (Entre Australia y Nueva Zelanda) tras la navegación australiana en el estrecho de Taiwán, hecho claramente percibido como una amenaza a la soberanía e intereses chinos.
Prospectiva
El dilema de fondo reside en si este tipo de maniobras logran realmente fortalecer la disuasión o, por el contrario, alimentan una espiral de tensiones difícil de controlar. La lógica de la disuasión se basa en demostrar credibilidad y voluntad política. Si los ejercicios navales se convierten en prácticas esporádicas sin un marco estratégico claramente definido, corren el riesgo de ser percibidos como gestos simbólicos. Por el contrario, si se sostienen en el tiempo, se acompañan de declaraciones conjuntas que expliciten su finalidad y se articulan con canales diplomáticos regionales, pueden tener un efecto estabilizador. La clave es que la disuasión funcione sin caer en la trampa de la provocación permanente, que solo exacerbaría el nacionalismo chino y aumentaría la probabilidad de choques no deseados.
La ASEAN desempeña aquí un papel ambiguo. Como bloque, ha sido incapaz de adoptar una postura unificada frente a China, lo que limita su capacidad de incidir en la resolución de la disputa. La Declaración de Conducta de 2002 y los prolongados intentos de negociar un Código de Conducta vinculante no han logrado más que dilatar un status quo que favorece a Beijing. En este escenario, Filipinas opta por reforzar alianzas extrarregionales, aunque ello suponga tensionar su relación con algunos socios de la ASEAN que prefieren mantener un equilibrio pragmático con China. Es un reflejo de la fragmentación regional y de la dificultad de construir consensos en torno a un problema que involucra tanto la seguridad como la economía.

La dimensión diplomática no debe ser minimizada. Más allá de los ejercicios militares, se requieren canales de diálogo que mantengan abiertas vías de comunicación entre China y sus vecinos, para evitar que incidentes menores escalen hasta niveles incontrolables. La experiencia histórica muestra que las disputas territoriales en zonas marítimas suelen resolverse en el largo plazo a través de negociaciones complejas, pero el riesgo de conflictos accidentales es inmediato. De ahí que la combinación de fuerza militar y diplomacia sea la fórmula más razonable para preservar la estabilidad. La política de “mostrar músculo” debe ir acompañada de iniciativas multilaterales que legitimen esas acciones como defensa del derecho internacional y no como simples actos de alineamiento geopolítico.
En definitiva, lo ocurrido en Scarborough Shoal es un recordatorio de que el Mar del Sur de China se ha convertido en un tablero central de la política internacional contemporánea. Los ejercicios tripartitos refuerzan la idea de que Filipinas no está sola y que las violaciones al derecho internacional no pueden quedar sin respuesta. Pero también dejan en claro que cada movimiento se inscribe en una dinámica de acción y reacción que exige cautela. La disuasión efectiva requiere no solo barcos y aviones, sino también claridad estratégica, coordinación institucional y un esfuerzo diplomático sostenido. La pregunta que queda abierta es si los actores involucrados serán capaces de transformar estos gestos en una política consistente que evite la escalada y garantice un equilibrio duradero. Si no es así, la región corre el riesgo de quedar atrapada en una dinámica peligrosa en la que cada ejercicio militar añade un nuevo ladrillo al muro de desconfianza.
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