Por Juan Martín de Chazal, miembro de la Red Federal de Historia de las Relaciones Internacionales

La cruenta Segunda Guerra Mundial aún resonaba entre los europeos cuando en 1950 el ministro de Relaciones Exteriores de Francia, Robert Schuman, propuso la creación de una comunidad franco-alemana para explotar de forma conjunta las estratégicas producciones de carbón y acero. “Europa no se hará de una vez ni en una obra de conjunto: se hará gracias a realizaciones concretas, que creen en primer lugar una solidaridad de hecho”, enunció en la célebre declaración considerada como uno de los hitos fundacionales de la integración europea. Si bien la iniciativa intentaba reducir la amenaza que implicaba Alemania, cuya producción doblaba la francesa, procuraba también formar una cooperación que redujera la eterna enemistad entre ambas naciones.

El 18 de abril de 1951, el anhelo se hizo realidad con la firma del Tratado de París que estableció la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), formada por la República Federal Alemana, Francia, Bélgica, Luxemburgo, Países Bajos e Italia –los Seis–. Así, la futura Unión Europea vio nacer sus instituciones primitivas que evolucionarían, con marchas y contramarchas, a lo largo de las siguientes décadas. 

Una de las mayores novedades fue la transferencia de competencias de los Estados fundadores a una alta autoridad común elegida en conjunto. El tratado aseguraba la libre circulación de los productos y el libre acceso a las fuentes productivas; la vigilancia permanente del mercado para evitar disfunciones; el respeto a las reglas de competencia; la transparencia en los precios y el aliento a la modernización. El objetivo, en esencia, era fomentar la expansión económica y el empleo en la posguerra por medio de un mercado común que suprimiera los aranceles. La primera alta autoridad de la CECA fue Jean Monnet, uno de los precursores que acompañó a Schuman en aquellos albores del europeísmo de la segunda mitad del siglo XX.  

Medio siglo después de su entrada en vigor (1952), el Tratado de París expiró en julio de 2002. Durante su existencia, el texto fue modificado en reiteradas oportunidades: algunas ampliaron las competencias, favoreciendo así la integración, y otras significaron una adecuación de los términos ante la incorporación de nuevos miembros. 

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