Europa observa con sorpresa y en parte con asombro lo que está sucediendo en Estados Unidos. El país considerado como la cuna de la moderna democracia se tambalea. Mientras prosigue el recuento de votos, el actual presidente del país ya habla de fraude electoral. Políticos europeos advierten de que podría producirse una peligrosa crisis constitucional. Muchos ni siquiera pueden comprender cómo puede haber estadounidenses que han vuelto a votar por Donald Trump.

Europa observa lo que ocurre decepcionada y algo ofendida. Y reflexiona. El socio trasatlántico antes confiable se ha convertido en un extraño. Nos podrían haber ahorrado esta película de suspenso electoral. El deseo de Berlín, París o Madrid es la vuelta a alguna forma de normalidad y el restablecimiento lo antes posible de la confianza perdida.
La estrategia de política exterior de EE. UU.

Pero precisamente el proceso electoral estadounidense muestra que es inútil idealizar a aquel país. Hace mucho tiempo que está obsoleta nuestra ya de por sí desvirtuada (por muchas razones) perspectiva sobre EE. UU., país que gusta describirse a sí mismo como “a Shining City on a Hill” (una ciudad brillante sobre una colina).
Esto ya era así con Barack Obama y seguirá siéndolo con Joe Biden, si finalmente gana la presidencia. Por su parte, EE.UU. siempre tuvo un enfoque pragmático hacia sus socios.

“¿Cómo sirven a nuestros intereses?” Esa es la cuestión más relevante para la política exterior estadounidense. Es cierto que existe entre Europa y EE.UU. una especial relación que se basa en valores conjuntos y una historia común. Por supuesto. Pero igualmente Washington aplica con frialdad una lógica estratégica sobre el factor costo-utilidad en la relación con cualquiera de sus socios.

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