El 7 de octubre de 2023, el ataque de Hamás sobre territorio israelí quebró uno de los pilares del sistema de seguridad más sofisticado del mundo. Miles de cohetes, incursiones por tierra y la masacre de civiles en kibutz y festivales dejaron más de 1.200 muertos y decenas de secuestrados, entre ellos varios argentinos. Fue una ofensiva planificada para exhibir vulnerabilidad, romper la sensación de invulnerabilidad israelí y forzar una respuesta que cambiara el mapa político y militar de Medio Oriente.
Dos años después, el 7 de octubre sigue funcionando como una fecha fundacional. No solo para Israel, que redefinió su doctrina de defensa y su relación con el poder civil, sino también para el resto del mundo, que comenzó a ver la guerra no como un episodio más del conflicto palestino-israelí, sino como una crisis global de legitimidad. Desde entonces, el equilibrio entre seguridad y humanidad, entre derecho a la defensa y responsabilidad internacional, se volvió el centro de un debate que atraviesa gobiernos, organismos multilaterales y la sociedad en su conjunto.

Dos años después: heridas abiertas y diplomacia en tensión
Dos años después del ataque del 7 de octubre, el recuerdo sigue siendo una herida política y moral. La Embajada de Israel en Argentina difundó una campaña titulada “El sol brilla para todos, excepto para ellos”, recordando que cuatro ciudadanos argentinos —Eitan Horn, David Cunio, Ariel Cunio y Lior Rudaeff— continúan secuestrados en Gaza por Hamás.
El presidente Javier Milei retomó esa línea durante la presentación de su libro La construcción del milagro, al calificar a Israel como “el bastión de Occidente” y advertir sobre el avance del antisemitismo. “Los terroristas y la izquierda están juntos. Quieren destruir Israel y nos van a llevar puestos”, sostuvo, en una declaración que refleja su alineamiento con la narrativa israelí en medio del conflicto. En su discurso, Milei también pidió por la liberación de los secuestrados, recordando que entre ellos hay “cuatro argentinos”.

La guerra que no terminó
Dos años después del ataque de Hamás, la guerra continúa, pero con otro ritmo y otro escenario. Israel mantiene su ofensiva militar en la Franja de Gaza, alternando operaciones de precisión con bombardeos sostenidos sobre zonas urbanas. El objetivo declarado es eliminar la infraestructura de Hamás, pero el resultado visible es un territorio devastado: más de 40.000 muertos según cifras locales, millones de desplazados y una crisis humanitaria que ya no distingue entre combatientes y civiles.
El gobierno israelí defiende la ofensiva como una guerra de supervivencia, un acto necesario para garantizar que “el 7 de octubre no vuelva a repetirse”. Pero la respuesta militar se transformó, para buena parte de la comunidad internacional, en una política de castigo colectivo. Las advertencias del Consejo de Seguridad, las resoluciones de la ONU y los informes de organizaciones humanitarias se acumulan sin efecto. La narrativa del derecho a la defensa convive ahora con acusaciones de violaciones a los derechos humanos y pedidos de investigación por crímenes de guerra.

La paradoja es evidente: Israel logró desarticular buena parte del aparato militar de Hamás y recuperar control territorial en amplias zonas de Gaza, pero el costo político de esa victoria lo ha dejado más aislado que nunca. La guerra que comenzó como una reacción ante el terror se transformó en un conflicto de legitimidades, donde cada bomba, cada imagen y cada cifra erosiona del apoyo internacional que durante décadas sostuvo al Estado israelí.
El frente político: de Netanyahu a la crisis interna
En el plano interno, Israel atraviesa una crisis política profunda. Benjamin Netanyahu, que en 2023 llegó debilitado por protestas masivas contra su reforma judicial, encontró en el ataque del 7 de octubre una tregua momentánea. Pero esa unidad se diluyó con el paso de los meses: la guerra prolongada, las denuncias de fallas de inteligencia y la falta de una estrategia clara para el “día después” desgastaron a su gobierno y reavivaron las divisiones dentro del propio gabinete de guerra.
Las protestas en Tel Aviv y Jerusalén se multiplicaron. Familiares de los secuestrados exigen un acuerdo inmediato para su liberación, incluso a costa de concesiones, mientras los sectores más duros del oficialismo rechazan cualquier diálogo con Hamás. La sociedad israelí oscila entre el trauma y la fatiga, atrapada en una ecuación donde cada avance militar parece alejar una salida política.

Mientras Israel conmemoraba el segundo aniversario del ataque del 7 de octubre, el país exhibía sus divisiones más profundas desde la posguerra. En Tel Aviv, miles de personas marcharon en silencio recordando a las víctimas. Pero hubo dos ceremonias separadas: una organizada por los familiares de los caídos y otra convocada por el gobierno, según el calendario hebreo. La distancia entre ambas refleja el clima político interno. Gran parte de la sociedad culpa al primer ministro Benjamin Netanyahu por no haber asegurado un alto el fuego que permita el regreso de los rehenes, y por haber extendido una guerra que ya dejó miles de palestinos muertos y devastó la Franja de Gaza.
El tablero internacional
En el terreno, los combates no cesan. Los bombardeos sobre Gaza y las incursiones terrestres en Khan Younis y el norte del enclave mantienen un nivel de destrucción que organismos internacionales describen como “irreparable”. El 90% de la población gazatí fue desplazada, la infraestructura sanitaria colapsó y Naciones Unidas advierte sobre focos de hambruna en Gaza City. Israel insiste en que actúa bajo el derecho a la defensa; Hamás, en cambio, condiciona cualquier intercambio de rehenes a un cese permanente del fuego y la retirada total israelí, exigencias que Jerusalén rechaza.
En paralelo, Egipto y Qatar auspician una nueva ronda de negociaciones indirectas en Sharm el-Sheikh, bajo el marco del plan impulsado por Donald Trump, que propone una tregua, la liberación de los rehenes y un corredor humanitario supervisado. El movimiento islamista, a través de su vocero Fawzi Barhoum, aseguró estar dispuesto a “superar los obstáculos” para alcanzar un acuerdo, pero insiste en condiciones que Israel considera inaceptables. Washington, aunque respalda el proceso, asume que será una negociación larga y frágil.

El cuadro regional se complejiza aún más. Desde 2023, el conflicto se expandió a varios frentes: Hezbollah en el norte, Siria bajo bombardeos periódicos, e incluso ataques directos a Irán, que culminaron en una breve guerra de doce días el pasado junio. Si bien Israel logró debilitar militarmente a sus adversarios y eliminar a varios líderes insurgentes, el costo político fue alto. Hoy, incluso sus aliados más cercanos cuestionan la magnitud del castigo infligido sobre Gaza.
Aislado en buena parte de los foros multilaterales y con crecientes protestas en Europa y América, Israel enfrenta el desafío de sostener su legitimidad internacional. La guerra, que comenzó como un acto de defensa frente a la barbarie de Hamás, se transformó en un conflicto que redefine las fronteras del derecho internacional y la capacidad de las potencias occidentales de sostener un consenso moral.
Escenarios posibles
Dos años después del 7 de octubre, el futuro del conflicto se juega en varios tableros a la vez: el militar, el político y el diplomático. En el plano inmediato, la atención está puesta en las negociaciones en Sharm el-Sheikh, donde mediadores egipcios y qataríes intentan articular un acuerdo basado en el plan de paz impulsado por Donald Trump. El esquema contempla un alto el fuego progresivo, la liberación escalonada de rehenes y la apertura de un corredor humanitario, bajo la supervisión de una “autoridad palestina tecnocrática” para la reconstrucción de Gaza.
Tanto Israel como Hamás aceptaron los principios generales del plan, pero difieren en lo esencial. Hamás exige un cese definitivo de las hostilidades y una retirada total de las fuerzas israelíes, mientras que Netanyahu insiste en mantener la capacidad de operar militarmente dentro de Gaza hasta garantizar la desmilitarización completa del enclave. Estados Unidos promueve una fórmula intermedia que asegure la entrega de rehenes y estabilice la región, aunque las condiciones sobre el terreno —falta de confianza, destrucción masiva, liderazgo fragmentado— complican cualquier avance.

El segundo escenario apunta a una guerra intermitente de baja intensidad, con Israel ejecutando operaciones quirúrgicas y Hamás manteniendo su estructura de resistencia subteránea. Sería una continuidad del statu quo: ni paz ni victoria, solo desgaste. Un tercer escenario, más volátil, es el recrudecimiento regional, con Irán, Hezbollah y grupos proiraníes reactivando múltiples frentes en Siria y el Líbano, un conflicto que ya tuvo capítulos cruzados en 2025.
Finalmente, un cuarto escenario se desarrolla dentro de Israel: el posible colapso político del gobierno de Netanyahu y un eventual relevo electoral que redefina la estrategia militar y diplomática. La sociedad israelí, exhausta y dividida, comienza a exigir algo más que promesas de seguridad.
En cualquiera de los casos, el 7 de octubre dejó de ser solo una fecha: se convirtió en el punto de inflexión de una era. Israel ya no enfrenta únicamente a Hamás, sino al límite de su propio paradigma de defensa. Y el mundo observa cómo Medio Oriente se diluye entre negociaciones cruzadas, ceses al fuego colapsados, rehenes no liberados y un costo humanitario que crece ofensiva tras ofensiva.
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