Un asesor en contrainteligencia del Pentágono planteó públicamente que Estados Unidos debe operacionalizar la contrainteligencia y emplearla como una herramienta ofensiva contra los servicios de inteligencia extranjeros, en particular los de China y Rusia, que según él ya libran “guerra de bajo nivel” contra Washington. La propuesta, divulgada en un artículo del propio asesor y difundida por medios especializados, reclama pasar de un enfoque burocrático y reactivo a uno doctrinal, integrado al planeamiento militar.

Shane McNeil, exasesor de contrainteligencia del Joint Staff y actualmente doctorando en el Institute of World Politics, advierte que los servicios adversarios no se limitan a recopilar secretos sino que ejecutan campañas estratégicas (sabotaje, manipulación cognitiva, compromisos en cadenas de suministro) para moldear el “battlespace” antes de cualquier crisis. Por ello reclama que la CI deje de ser una función administrativa y pase a ser un instrumento de efectos reales en el espectro operativo.
Qué propone y por qué genera debate
McNeil plantea medidas audaces: operaciones que comprometan o neutralicen agentes extranjeros en el exterior, conversión de operaciones de espionaje en dobles agentes útiles, rupturas de las cadenas de reclutamiento en universidades e industrias, y uso de la CI conjuntamente con fuerzas especiales para golpes puntuales. En su argumento, la contrainteligencia debe disponer de “autoridad operativa” similar a la de un componente de fuego en la doctrina militar —capaz de producir efectos cinéticos y no cinéticos—, integrando campañas de influencia y ciberoperaciones.
La iniciativa conecta con propuestas legislativas en el Congreso —lideradas por el diputado Rick Crawford— que buscan centralizar y dar músculo a la CI nacional mediante un nuevo centro contrainteligencia y mandatos para acciones más proactivas. Los críticos advierten sin embargo sobre riesgos legales, reputacionales y políticos: ofensivas encubiertas conllevan dilemas de proporcionalidad, orden público y relaciones aliadas.
Quiénes serían los blancos y cómo se articularía la respuesta
Según McNeil, los principales adversarios son la Ministerio de Seguridad del Estado de China (MSS) y la GRU rusa, que combinan operaciones cibernéticas con penetraciones humanas y campañas de influencia política. El planteo incluye priorizar objetivos —por ejemplo redes de reclutamiento en tecnología o adquisiciones sensibles— y aplicar “medidas ofensivas” que desarticulen esas capacidades antes de que produzcan efectos estratégicos.

Los defensores de la idea sostienen que la fragmentación institucional de la CI en EE. UU. (CIA en el extranjero, FBI en el frente doméstico y unidades separadas en otras agencias) genera huecos explotables por adversarios. La propuesta busca dotar a la CI de autoridad en tiempo real, mecanismos de priorización y tareas operativas directas, algo que exigiría cambios legales, coordinación interagencial y controles judiciales robustos.
Cuándo y dónde puede impactar esta reorientación y por qué importa
El debate se produce en un momento de creciente presión por incidentes: fugas de agentes, campañas cibernéticas atribuidas a China y a Rusia, y operaciones de influencia que han sido reportadas en varios frentes. El llamado a “operacionalizar” la CI apunta a que estas capacidades entren en la planificación de contingencias militares y en la defensa avanzada de infraestructuras críticas, no solo en procesos judiciales o investigaciones tardías.
Si se adoptan medidas, el impacto sería global: desde la gestión de riesgos en cadenas de suministro tecnológicas hasta la protección de instalaciones militares e inteligencia compartida con aliados. Para implementarlo se requeriría, además, una revisión del marco legal y un blindaje de las salvaguardias civiles y judiciales para evitar abusos.

La propuesta revela una tensión central: adaptar las democracias a una guerra de baja intensidad sin renunciar a normas jurídicas y límites democráticos. Sus impulsores sostienen que sin una CI ofensiva y escalable EE. UU. quedará en desventaja frente a rivales que ya integran espionaje y operaciones híbridas en sus estrategias militares; sus detractores alertan por riesgos de escalada, errores de atribución y posibles daños a la cooperación internacional.
En suma, la discusión no es meramente técnica: plantea preguntas sobre el rol del Estado en la defensa del espacio informativo, los límites del secreto en democracia y la necesidad de equilibrar eficacia operativa con control institucional.
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