En las Islas Malvinas residen poco menos de 4.000 habitantes, pero la soberanía no se define únicamente por la cantidad de población ni por la ocupación militar. Existe un factor legitimador más sutil pero constante: el turismo. Aunque representa alrededor del 2,2% del PIB local, su importancia no radica en lo económico, sino en la proyección simbólica que genera.
El archipiélago, a pesar de su clima hostil y de la aparente escasez de recursos, atrae cada año a miles de turistas. Este sector se articula en tres ejes principales:
- Ecoturismo y avistaje de fauna: colonias de pingüinos, elefantes marinos, y aves autóctonas atraen a naturalistas y turistas en busca de paisajes únicos.
- Turismo de guerra: restos materiales del conflicto de 1982, como vehículos, armamento abandonado y cementerios, se han convertido en puntos de memoria y atracción para visitantes.
- Cruceros internacionales: compañías como Oceanwide Expeditions, Hurtigruten o Norwegian Cruise Line incluyen a las islas en sus recorridos hacia la Antártida, garantizando un flujo constante de turistas.
La Argentina, frente a este escenario, enfrenta un desafío adicional: la disputa no se limita al plano diplomático. El turismo y el comercio, aunque hoy se encuentran restringidos por la falta de administración directa sobre las islas, también constituyen un campo en el que se define la soberanía. Ignorar este frente permite que el Reino Unido consolide, mediante gestos cotidianos y transacciones económicas, un dominio de facto cada vez más difícil de revertir.

Cada turista que pisa suelo malvinense participa de un ritual simbólico. Comprar un souvenir, aceptar un sello en el pasaporte con ese nombre o alojarse en una posada regida por legislación británica son actos que validan tácitamente la ocupación. Para los argentinos, la paradoja es clara: visitar lo que consideran territorio nacional implica pasar por un control migratorio británico, presentar un pasaporte internacional y contribuir económicamente a una administración que no los representa.
Un ejemplo reciente de esta estrategia de legitimación es el concurso lanzado en agosto por el Reino Unido a través de la cuenta de Instagram, dirigido a estudiantes universitarios de Argentina, Uruguay y Paraguay. El premio consistía en una estadía de siete días para conocer la naturaleza y cultura de las islas. Frente a esta iniciativa, el gobierno argentino mantuvo silencio, debilitando su reclamo y permitiendo que la participación de estudiantes, bajo condiciones británicas, fortalezca indirectamente la posición anglosajona en el conflicto.
En este sentido, el turismo funciona como una forma de soft power británico, capaz de mostrar al mundo un archipiélago abierto, estable y conectado a las rutas internacionales. Con el tiempo, cada visita, transacción o postal compartida desde las Islas refuerza la legitimidad de facto de la ocupación británica y erosiona la reivindicación argentina.
Para contrarrestar esta dinámica, la Argentina no puede limitarse al reclamo histórico que se recuerda cada 2 de abril. Es necesario denunciar con más fuerza ante la comunidad internacional cómo el turismo consolida la ocupación británica, y al mismo tiempo proyectar estrategias propias que vinculen las islas con el territorio continental. Esto podría incluir turismo de memoria, rutas culturales alternativas, iniciativas científicas y programas educativos que refuercen la identidad argentina del archipiélago y permitan disputar simbólicamente el espacio que hoy está bajo control británico.
La soberanía sobre las Malvinas no se juega solo en la diplomacia o en los tratados: también se disputa en las rutas turísticas, en cada visitante que llega y en la capacidad de proyectar la presencia argentina frente al mundo.
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