China y Taiwán protagonizan una escalada de tensiones, no solo en lo militar, sino también en el plano narrativo e histórico. El gigante asiático insiste en que Taiwán forma parte de su territorio, utilizando sucesivamente documentos como la Declaración de El Cairo (1943), la de Potsdam (1945) y la resolución 2758 de la ONU para argumentar que la isla nunca ha sido independiente legalmente. Bajo esta doctrina, China afirma que no puede “invadir” lo que ya considera propio.

En este sentido, el ministro de Asuntos Exteriores chino, Wang Yi, advirtió a los embajadores europeos que el Partido Progresista Democrático (DPP) de Taiwán está llevando la isla hacia la independencia y calificó esta tendencia de “muy peligrosa”. Desde Taiwán, el presidente Lai Ching‑te lanzó una campaña en diez discursos reiterando que “Taiwán es, por supuesto, un país” y que su futuro solo puede ser definido democráticamente por su pueblo.
Militarmente, las tensiones se traducen en acciones concretas. En abril se realizaron ejercicios chinos con el portaaviones Shandong cerca de la costa taiwanesa, que Taipéi respondió con ejercicios defensivos y el despliegue de drones suicidas “Overkill” en colaboración con EE. UU. y Alemania. El Ministerio de Defensa taiwanés reporta frecuencias diarias de aviones y barcos chinos cruzando la denominada línea media del estrecho.

En lo que refiere al plano internacional, estas maniobras suscitaron inquietudes en algunos países y aliados de Taiwán. Estados Unidos, Japón, Reino Unido y los países del G7 exigieron contener la presión militar china. Además, funcionarios de la OTAN han advertido sobre posibles acciones coordinadas entre China y Rusia en un posible escenario bélico.
A esto se suma la competencia tecnológica. Taiwán incluyó a empresas como Huawei y SMIC en su lista de restricciones, lo que podría frenar el desarrollo de chips y IA chinos. El gigante asiático prometió represalias, evidenciando cómo lo tecnológico se usa como arma indirecta en este conflicto.
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