La consigna de “paz a través de la fuerza” volvió a ocupar un lugar central en la política exterior de Estados Unidos tras la decisión de la administración de Donald Trump de lanzar una campaña aérea de gran escala contra ISIS en Siria. El disparador fue un ataque cerca de Palmyra, el 13 de diciembre de 2025, en el que murieron dos soldados estadounidenses y un intérprete civil; seis días después, el 19 de diciembre, Washington respondió con una oleada de bombardeos sobre más de 70 objetivos en el centro del país.

El operativo incluyó ataques a infraestructura, depósitos y posiciones vinculadas al grupo y empleó más de 100 municiones de precisión, con participación de aeronaves de combate y apoyo regional. La señal política fue explícita: el Pentágono, a través del secretario de Defensa Pete Hegseth, enmarcó la operación como una “declaración de venganza” y prometió continuidad contra quienes busquen atacar a personal estadounidense.
En la práctica, la campaña —bautizada Operation Hawkeye Strike— busca restablecer un umbral de disuasión inmediato. El ataque inicial fue atribuido a un agresor ligado a fuerzas de seguridad sirias con simpatías por el Estado Islámico y que la represalia incluyó plataformas como F-15, A-10, helicópteros Apache y cohetes HIMARS, con participación de cazas jordanos. El componente regional no es menor: Jordania confirmó su involucramiento en los bombardeos, subrayando que la operación no sólo se leyó como represalia sino como una acción preventiva para evitar que el sur y el desierto sirio vuelvan a consolidarse como zona de proyección yihadista.
El tablero sirio post Assad y los límites de una estrategia basada en fuerza
Medios internacionales consignaron que el gobierno sirio, reconfigurado tras la caída del régimen anterior, dijo haber coordinado el operativo con Washington y reiteró su compromiso de combatir a ISIS. En ese marco, EE. UU. mantiene aproximadamente 1.000 efectivos en Siria, un despliegue que cobra sentido operativo sólo si está respaldado por capacidad real de respuesta, inteligencia y libertad de acción.

En una columna publicada el 22 de diciembre, el analista Ahmed Charai interpretó estos ataques como la prueba de que el lema “paz mediante la fuerza” dejó de ser un eslogan y volvió a funcionar como doctrina: coerción militar para sostener la estabilidad y crear condiciones para la diplomacia. El argumento se apoya en un antecedente de la primera presidencia de Trump, los Acuerdos de Abraham (2020), que normalizaron vínculos entre Israel y países árabes como Emiratos Árabes Unidos y Bahréin, impulsados bajo mediación estadounidense.
El punto delicado es que el salto conceptual —de castigo contra ISIS a “arquitectura regional” contra milicias y proxies— abre un debate inevitable sobre escalada, reglas de enfrentamiento y coherencia estratégica. La campaña en Siria expone la tensión clásica de que la fuerza puede restaurar credibilidad en el corto plazo, aunque sostenerla exige continuidad política, coordinación con socios y una lectura fina de incentivos para no transformar la disuasión en una espiral de acción-reacción.
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