La política espacial de Estados Unidos volvió al centro de la agenda estratégica tras la firma, el 18 de diciembre de 2025, de la orden ejecutiva Ensuring American Space Superiority, con la que Donald Trump busca reorientar el rumbo nacional hacia una combinación de exploración lunar, arquitectura de seguridad y expansión del mercado comercial espacial. El texto fija metas ambiciosas y plazos cortos, como volver a la Luna en 2028 y desplegar elementos iniciales de un puesto lunar “permanente” para 2030, además de acelerar capacidades vinculadas a defensa antimisiles y energía nuclear en el espacio.

La noticia llega en simultáneo con el recambio en la conducción civil del sector, luego de que el Senado confirmó el 17 de diciembre a Jared Isaacman como nuevo administrador de la NASA, y al día siguiente se formalizó su asunción. Esa decisión se enmarca, podría afirmarse, en una competencia creciente con China que apunta a una misión tripulada lunar hacia 2030 y en un clima interno de debate por recortes presupuestarios y reformas orientadas a eficiencia y contratistas privados.
En el plano operativo, la orden ejecutiva pone a la Casa Blanca como coordinador de la implementación y exige un paquete de planes interagenciales con entregas escalonadas para sostener el cronograma de exploración y, a la vez, revisar programas de adquisición que estén atrasados o sobredimensionados en costos. En paralelo, establece una National Initiative for American Space Nuclear Power y fija como objetivo reactores nucleares en órbita y en la superficie lunar, con un reactor lunar “listo para lanzamiento” en 2030.
Nuevas tecnologías y el espacio como campo de prueba
El componente de seguridad es igual de explícito, considerando que el documento ordena avanzar en tecnologías “next-generation” de defensa antimisiles con prototipos demostrables para 2028 y prioriza la capacidad de detectar y contrarrestar amenazas desde órbita muy baja hasta el espacio cislunar, incluyendo el escenario de “colocación de armas nucleares en el espacio” por parte de adversarios. Donde el decreto es más contundente es en la apuesta por el mercado, ya que Trump fija como meta atraer al menos 50.000 millones de dólares adicionales de inversión en mercados espaciales estadounidenses hacia 2028 y empuja una vía comercial para reemplazar la Estación Espacial Internacional para 2030, además de aumentar la cadencia de lanzamientos y reingresos con infraestructura y reformas regulatorias.

Sin embargo, el debate que se abre no es sólo tecnológico o presupuestario, sino también de gobernanza. Un análisis publicado por Esther Brimmer (Council on Foreign Relations, CFR) advierte que el plan, aun siendo ambicioso, queda incompleto si no se traduce en “reglas de tránsito” y normas prácticas de seguridad espacial aceptadas más allá de los aliados de Washington. La preocupación por reglas comunes se apoya en un dato duro: el marco jurídico internacional existe desde la Guerra Fría. La Outer Space Treaty (1967) es la piedra basal del derecho espacial y establece principios como el uso en beneficio de todos, la no apropiación nacional y límites a la militarización con armas de destrucción masiva en órbita.
A grandes rasgos, la nueva orden exige planes “dentro del financiamiento disponible” y acelera hitos (Luna 2028, puesto lunar 2030), pero el debate en el Congreso viene marcado por la discusión presupuestaria. En otras palabras, si el objetivo es “dominancia”, la sostenibilidad de esa dominancia no depende sólo de cohetes y contratos, sino también de la base de ciencia, universidades, innovación y reglas mínimas para operar en un dominio que ya no es exclusivo de dos superpotencias.
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