Durante las últimas semanas, México ha visto un fenómeno que pocos anticipaban: miles de jóvenes —en su mayoría pertenecientes a la Generación Z— salieron a las calles para denunciar la inseguridad, la violencia del crimen organizado y la falta de respuestas claras por parte de las autoridades. No es común que este grupo etario protagonice protestas masivas en temas de seguridad pública, pero su irrupción está marcando un punto de quiebre: una ciudadanía joven que creció en un país violentado empieza a exigir al Estado lo más básico, sentirse protegida.

México atraviesa niveles de violencia sostenidos que afectan directamente la vida cotidiana de millones de personas. En 2023, el país registró más de 34.000 homicidios, según datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública. A ello se suman extorsiones, desapariciones y enfrentamientos armados que se han vuelto parte del paisaje urbano en varios estados.
La Generación Z —personas nacidas entre finales de los 90 y principios de los 2010— es la primera cohorte completa que creció bajo esta dinámica. Para ellos, los códigos de alerta, los toques de queda informales y evitar ciertas rutas no son excepciones, sino prácticas comunes. Al mismo tiempo, es una generación hiperconectada, que se organiza en segundos mediante redes sociales, y que entiende la protesta como un acto público y digital a la vez.
El detonante: violencia cotidiana que supera el límite tolerable
La chispa que encendió las protestas fue la sucesión de episodios violentos en estados como Guanajuato, Nuevo León y Jalisco. Balaceras, bloqueos y enfrentamientos en zonas urbanas afectaron directamente a estudiantes y trabajadores jóvenes que quedaron atrapados o tuvieron que refugiarse en sus universidades y centros comerciales. En cuestión de horas, TikTok, Instagram y X se llenaron de videos que mostraban lo ocurrido en tiempo real. Muchos jóvenes denunciaron que se enteraban de los ataques primero por redes sociales y no por canales oficiales.
La sensación de indefensión se convirtió en indignación, y la indignación en movilización: miles salieron a protestar bajo lemas como “No somos números” o “Queremos vivir sin miedo”. La frustración de estos jóvenes no solo nace de los hechos violentos, sino de la percepción de que nada cambia. De acuerdo con el INEGI, alrededor del 95% de los delitos en México no se denuncian o no reciben sentencia. Para muchos jóvenes, la conclusión es clara: la violencia no solo es persistente, sino que queda sin respuesta.

En marchas y testimonios difundidos en redes, varios expresaron sentirse atrapados entre el crimen organizado y un Estado que no logra —o no quiere— protegerlos. La sensación de que la vida puede cambiar drásticamente “por estar en el lugar equivocado” se ha vuelto parte de un relato generacional. La clase política se vio obligada a reaccionar. Durante años, se asumió que la Generación Z era un grupo desinteresado en la política institucional. Sin embargo, estudios del Instituto Nacional Electoral muestran que los jóvenes de 18 a 29 años representan más del 30% del padrón electoral, lo que los convierte en un bloque con capacidad real de presión si se moviliza.
La rapidez con la que se organizaron las protestas tomó por sorpresa a partidos y autoridades. Muchos gobiernos estatales hicieron pronunciamientos tardíos, mientras que otros intentaron minimizar los hechos. Pero la visibilidad alcanzada demostró que la juventud puede fijar agenda, especialmente cuando el tema es tan vital y transversal como la seguridad.
La seguridad pública se vuelve un eje de politización juvenil
A diferencia de protestas estudiantiles tradicionales —centradas en reformas educativas o presupuestos universitarios—, estas marchas colocaron la seguridad pública como principal demanda. Para la Generación Z mexicana, el temor cotidiano se ha transformado en un asunto profundamente político. Organizaciones como el International Crisis Group han advertido que en contextos donde la violencia criminal coincide con una alta presencia militar en tareas de seguridad, la presión ciudadana puede acelerar la discusión sobre transparencia en operativos, coordinación federal y la eficacia de la militarización como estrategia.

Para estos jóvenes, la demanda no es ideológica: es existencial. Quieren garantías mínimas para vivir, estudiar, trabajar y movilizarse sin temor. Y esa exigencia puede modificar la conversación pública. Una pregunta clave es si estamos ante el inicio de un movimiento juvenil duradero o ante protestas coyunturales. A diferencia de otros países donde los jóvenes se movilizan por causas identitarias, la motivación aquí es el miedo y la indignación. Y eso puede convertirse tanto en una fuerza constante de presión como en un foco de cansancio social si no se ven resultados.
Lo que sí es evidente es que la Generación Z ha encontrado formas de organización no tradicionales, sin líderes visibles y sin estructuras rígidas. Ellos protestan en las calles, pero también desde sus teléfonos, construyendo narrativas virales, presionando autoridades y visibilizando zonas de riesgo que antes pasaban desapercibidas.
Una señal de alerta para la región
La experiencia mexicana podría marcar una tendencia regional. En varios países latinoamericanos, la combinación de crimen organizado, debilidad institucional y cambios generacionales está generando nuevas expresiones de descontento. Desde Ecuador hasta Perú, pasando por zonas de Centroamérica, la juventud está enfrentando contextos donde la violencia se normaliza y la confianza en el Estado se erosiona.
Si México anticipa algo, es que las nuevas generaciones no aceptarán pasivamente vivir con miedo, y que la inseguridad puede convertirse en el principal motor de politización juvenil en la región.mLa irrupción de la Generación Z mexicana no es solo un episodio de protesta; es un síntoma de una transformación más profunda. Estos jóvenes crecieron en un país violento, pero también en un ecosistema digital donde organizarse y expresarse es inmediato. Su mensaje es claro: no buscan privilegios, sino condiciones básicas de seguridad y un Estado que cumpla su función.
Resta por ver si este impulso se mantiene y si logra traducirse en cambios institucionales o políticos. Pero lo que ya quedó demostrado es que la juventud mexicana no es un actor marginal, sino una fuerza capaz de alterar la agenda nacional y cuestionar la legitimidad de un sistema que no ha logrado protegerlos. Un movimiento que recién empieza —y que la región debería observar con atención.
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Escrito por: Johann Patrick Cárdenas Checcori














