Rusia vuelve a plantear la posibilidad de ensayos nucleares mientras Estados Unidos redefine su postura y se acerca la expiración del tratado New START, reabriendo la discusión sobre la moratoria global, los costos estratégicos de un retorno a pruebas y el impacto que tendría en la arquitectura de control de armas a meses del vencimiento del pacto bilateral en febrero de 2026.

El 5 de noviembre, Vladimir Putin instruyó a su Consejo de Seguridad a presentar “propuestas coordinadas” sobre posibles pasos iniciales hacia la reanudación de ensayos nucleares. La indicación no equivale a una orden formal, pero sí a una señal deliberada en un contexto de creciente desconfianza estratégica. Horas antes, Estados Unidos había realizado un lanzamiento de prueba de un misil Minuteman III, y el presidente Donald Trump había afirmado que había “ordenado” volver a realizar pruebas “en igualdad de condiciones” con otros países, declaraciones que luego fueron matizadas por el Departamento de Energía. De acuerdo con un análisis del Center for Strategic and International Studies (CSIS), este cruce de mensajes elevó la incertidumbre sobre la posición real de Washington y activó respuestas especulativas en Moscú.
Putin insistió en que Rusia no sería la primera en reiniciar ensayos explosivos y que solo respondería si otro Estado parte del Tratado de Prohibición Completa de Ensayos Nucleares (CTBT) lo hiciera primero. Sin embargo, funcionarios rusos reconocieron en la misma reunión que carecen de claridad sobre la postura estadounidense. El jefe del Estado Mayor, Valeri Gerasimov, afirmó que “el análisis preliminar indica intención de preparar ensayos”, aunque admitió que no ha habido explicaciones oficiales. En ese clima, la orden de Putin aparece como una maniobra de señalamiento político más que como un anuncio operativo inmediato.
Más allá del aspecto retórico, el movimiento se enmarca en una modernización nuclear rusa que combina ensayos de plataformas de lanzamiento —como el misil de crucero Burevestnik y el dron submarino Poseidon— con acusaciones persistentes de que Moscú habría realizado pruebas de bajo rendimiento en Novaya Zemlya. Según el CSIS, la distinción entre ensayos explosivos, supercríticos, subcríticos o tests de vectores es crucial para evaluar los riesgos de escalada, dado que no todos implican violaciones abiertas al CTBT, pero sí pueden erosionar la moratoria tácita vigente desde los años noventa.
El margen de acción técnica también condiciona los tiempos. Rusia asegura que su infraestructura de pruebas puede activarse “en cualquier momento”, aunque información reciente sugiere que incluso para pruebas de bajo rendimiento se requieren meses de preparación y para ensayos explosivos se necesitarían años. Estados Unidos, por su parte, mantiene una capacidad de prueba explosiva que requiere al menos 36 meses de preparación, no ha realizado inversiones para reducir ese plazo y cuenta con la mayor base de datos de ensayos previos, lo que le da pocas razones técnicas para retomar pruebas. Pero un eventual ensayo estadounidense tendría un doble efecto: habilitaría la reciprocidad rusa y ofrecería a China una oportunidad para compensar su rezago histórico en cantidad de pruebas.
En paralelo, Washington enfrenta limitaciones políticas internas. El Congreso ha empezado a impulsar legislación para bloquear la autorización presidencial unilateral de ensayos, mientras que departamentos técnicos han enfatizado que la confiabilidad del arsenal puede mantenerse con simulaciones, supercomputación y pruebas subcríticas. Este punto es central: en términos de costos/beneficios, EE. UU. difícilmente obtendría ventajas estratégicas de un ensayo explosivo, mientras que otros actores sí podrían capitalizarlo.

El trasfondo crítico es la inminente expiración de New START en febrero de 2026, último acuerdo bilateral que limita los arsenales estratégicos de Estados Unidos y Rusia. Aunque Moscú suspendió su participación en 2023, ambas partes aún respetan las cifras centrales del tratado. Rusia propuso una extensión voluntaria por un año sin modificaciones, y Trump se ha mostrado receptivo, pero no existe un cauce de negociación funcional. Incorporar a China —algo promovido durante la primera presidencia de Trump— sería contraproducente, ya que su arsenal sigue muy por debajo de los niveles ruso-estadounidenses y Pekín no tiene incentivos para aceptar restricciones.
La erosión del control de armas tiene un efecto dominó. Un final no gestionado de New START eliminaría el último límite verificable sobre lanzadores y cabezas desplegadas, abriría la puerta a expansiones no coordinadas y reafirmaría las críticas de los países no nucleares respecto a la falta de avances en el marco del Tratado de No Proliferación (TNP). La coincidencia temporal entre la ventana 2026 y la reaparición del debate sobre ensayos configura un escenario donde la retórica puede acelerar dinámicas de reactividad estratégica, incluso sin decisiones operativas inmediatas.
De acuerdo con especialistas citados por el CSIS, el desafío actual no es diseñar un nuevo régimen integral —algo improbable en el contexto político actual— sino preservar condiciones mínimas de contención: un acuerdo voluntario para mantener los límites de New START por un año adicional y un compromiso explícito de todas las potencias para sostener la moratoria global de ensayos. En un entorno de diplomacia debilitada, señales mínimas de autocontrol evitarían que la próxima década quede definida por una carrera tecnológica sin restricciones y un uso creciente de la amenaza nuclear como herramienta de presión política.
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