En un momento en que las relaciones entre Argentina y Chile se tensan por choques diplomáticos, acusaciones cruzadas y proyectos estratégicos en el Atlántico Sur, Santiago refuerza sus lazos históricos con el Reino Unido. La reciente agenda bilateral con Londres no solo conmemora 200 años de vínculos diplomáticos, sino que también reafirma una alianza militar que cobra nueva relevancia en el tablero regional.
Los últimos meses han sido agitados para la relación bilateral argentino-chilena. La violencia deportiva que derivó en choques entre hinchas en la Copa Sudamericana obligó a ministros de seguridad de ambos países a improvisar encuentros de coordinación, con declaraciones cruzadas que apenas lograron bajar la espuma. A ello se suman incidentes diplomáticos previos, como la instalación de un puesto militar argentino en zona limítrofe, el ingreso no autorizado de un helicóptero chileno en espacio aéreo argentino y, más recientemente, las críticas públicas de funcionarios argentinos hacia el presidente Gabriel Boric.

Pero el verdadero punto de fricción está en el sur. En Santiago se observa con recelo el proyecto argentino de modernización del puerto de Ushuaia, donde podría participar el Comando Sur de Estados Unidos. La obra amenaza con desplazar el rol histórico de Punta Arenas como principal puerta de entrada a la Antártida, lo que en la lectura chilena supone tanto un golpe a su proyección soberana en el continente blanco como un riesgo de desequilibrio estratégico.
En este escenario cargado de suspicacias, cada gesto adquiere un valor político. Y que Chile reciba con honores a representantes británicos, en pleno aniversario de las relaciones bilaterales, difícilmente pueda leerse en Buenos Aires como un simple acto protocolar.
La alianza histórica con Reino Unido
En el marco del 200º aniversario de las relaciones diplomáticas entre Chile y Reino Unido que se conmemora en 2025, la ministra de Defensa chilena, Adriana Delpiano, recibió a Chapman de Darlington, ministra de Estado de la Oficina de Asuntos Exteriores británica, en un encuentro que sirvió para ratificar lo que ambos países describen como una “amistad estratégica” de dos siglos.
La relación no es menor: la Armada chilena mantiene con la Royal Navy uno de los vínculos más antiguos y estrechos del mundo, un legado que se expresa tanto en la formación de oficiales como en la transferencia de buques y sistemas. La embajadora británica en Santiago, Louise de Sousa, lo definió como “un ejemplo de confianza mutua en defensa”. Para Londres, Chile es un socio confiable en el Cono Sur; para Santiago, Reino Unido es un proveedor de tecnología, doctrina y, sobre todo, respaldo político en un entorno regional marcado por tensiones.

Uno de los puntos que genera mayor expectativa es la posible transferencia de la fragata HMS Argyll, Tipo 23 retirada en 2024 tras tres décadas de servicio en la Royal Navy. De concretarse, la nave se sumaría a las tres fragatas del mismo modelo que Chile adquirió entre 2007 y 2008 (Almirante Cochrane, Almirante Condell y Almirante Lynch).
Logística antártica como eje estratégico
Punta Arenas se consolidó como el hub logístico británico para la temporada antártica: el aterrizaje del A400M Atlas (ZM421) procedente de la Base Aérea de Monte Agradable (Islas Malvinas) se suma al uso regular de la ciudad por parte del rompehielos HMS Protector y del buque de investigación “Sir David Attenborough”. La señal es doble. Por un lado, Londres establece una cadena operativa Malvinas–Punta Arenas–Antártida que le garantiza continuidad, discreción y eficiencia logística para campañas científicas, SAR y apoyo polar. Por el otro, Chile capitaliza su posición con infraestructura, servicios y acuerdos técnicos que le dan volumen geopolítico en el extremo austral.

Para Buenos Aires, el mensaje es incómodo: mientras Argentina intenta reposicionar Ushuaia como plataforma, Reino Unido ya opera con fluidez desde Chile. En el trasfondo, la carta de intención de cooperación antártica 2023–2028 entre Santiago y Londres blinda una agenda de trabajo de mediano plazo que excede lo simbólico y se traduce en procedimientos, interoperabilidad y presencia efectiva en el continente blanco.
Marco económico y diplomático ampliado
La arquitectura que sostiene esta cercanía no es solo militar: es económica, académica y regulatoria. Tras el Brexit, el Acuerdo de Asociación Chile–Reino Unido (2019) replicó el esquema con la UE y mantuvo aranceles, reglas y previsibilidad; la adhesión británica al CPTPP reforzó ese piso común en la cuenca del Pacífico. Sobre ese andamiaje descansan acuerdos de inversión (1997), doble imposición (2005), servicios aéreos (1952) y seguridad social (2016), más un reconocimiento mutuo de títulos (2016) que engrasa intercambios de formación, I+D y transferencia tecnológica.
En seguridad y defensa, el convenio de cooperación policial (1996) y la densidad de vínculos navales habilitan algo más que visitas protocolares: facilitan licencias, entrenamiento, mantenimiento y modernización. Traducido al idioma industria: menor fricción regulatoria y menor riesgo país para proyectos, todo dentro de una relación político-diplomática.

Contrapunto con Argentina
El acercamiento chileno-británico se lee distinto visto desde Buenos Aires. No solo porque Malvinas es una herida abierta y estructural de la política exterior argentina, sino porque la función logística de Punta Arenas, como plataforma de proyección británica hacia la Antártida, opera como un recordatorio práctico de la asimetría: Londres despliega, Chile habilita, Argentina observa. En simultáneo, el Reino Unido mantiene capacidad militar instalada en el Atlántico Sur y un ecosistema de apoyo civil-científico que, articulado con puertos chilenos, consolida una línea de abastecimiento discreta y eficiente.
Desde la óptica argentina, esto impacta en tres planos. Primero, el simbólico-estratégico: la narrativa doméstica sobre soberanía y presencia en el sur se erosiona cuando, en la práctica, el vecino opera como socio preferencial del actor extrarregional que Argentina cuestiona. Segundo, el operativo: cada temporada polar que transcurre con Punta Arenas como hub y con Rothera plenamente abastecida, es una temporada donde la ecuación logística del Reino Unido reduce volatilidad y mejora tiempos; traducido: ventaja sostenida. Tercero, el industrial: mientras Chile profundiza interoperabilidad con plataformas británicas (familia Tipo 23, potencial Argyll), Argentina arrastra restricciones por vetos de origen y un ciclo presupuestario frágil para el reequipamiento militar.

El capítulo Ushuaia suma fricción. El plan argentino de modernizar su puerto con foco antártico y eventuales apoyos externos compite, al menos en la percepción chilena, con el rol histórico de Punta Arenas. El riesgo para Buenos Aires es un “doble espejo”: hacia afuera, Chile ofrece operatividad inmediata a un aliado global; hacia adentro, Argentina promete capacidades que tardan en madurar.
¿Significa que Argentina queda fuera del tablero?
No, pero sí indica que el tablero ya se mueve. Si el sur se ordena en torno a cadenas logísticas robustas, plataformas interoperables y acuerdos estables, el espacio de maniobra argentino dependerá de tres correcciones: (1) priorizar capacidades duales (logística/salvamento/ciencia) que aporten valor inmediato y credibilidad; (2) negociar ventanas tecnológicas sin apostar todo a una sola canasta política; (3) institucionalizar la cooperación antártica para que Ushuaia sume en vez de competir a suma cero.
Un dato político que Buenos Aires no debería subestimar: cada paso chileno con Londres “normaliza” la presencia británica en la conversación regional. Si esa normalización se convierte en estándar operativo, la excepcionalidad que Argentina busca sostener en torno a Malvinas pierde densidad. Es ahí donde la retórica, sin capacidad demostrable, empieza a pagar rendimientos decrecientes.
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