En un escenario internacional marcado por el resurgimiento de conflictos armados y crisis humanitarias sin precedentes, la Organización de Naciones Unidas (ONU) enfrenta uno de sus mayores desafíos desde su creación en 1945. Guerras prolongadas como la invasión rusa a Ucrania, el conflicto en Gaza tras los ataques del 7 de octubre de 2023, y la guerra civil en Siria, evidencian las limitaciones de la organización para cumplir su mandato principal: mantener la paz y la seguridad internacional.
A estos conflictos se suman situaciones extremas de desplazamiento forzado, hambrunas y violaciones sistemáticas de derechos humanos en regiones como Yemen, Sudán o Haití. En muchos de estos casos, la inacción o parálisis del Consejo de Seguridad, órgano encargado de adoptar decisiones vinculantes, ha sido objeto de críticas generalizadas. El uso reiterado del derecho a veto por parte de los miembros permanentes, particularmente Estados Unidos, Rusia y China, ha impedido respuestas coordinadas y eficaces ante crisis que requieren una intervención urgente de la comunidad internacional.
Esta realidad plantea una pregunta inevitable: ¿es la ONU una institución superada por la dinámica del poder global contemporáneo, o todavía puede desempeñar un rol relevante si se somete a reformas profundas?
El Consejo de Seguridad, órgano central de la ONU, es el principal encargado de la toma de decisiones en materia de paz y seguridad internacional. Está compuesto por quince miembros, de los cuales cinco son permanentes (Estados Unidos, Rusia, China, Reino Unido y Francia) y poseen el controvertido derecho a veto, lo que significa que pueden bloquear cualquier resolución sustantiva, incluso si cuenta con una abrumadora mayoría de apoyo entre los demás miembros. Esta facultad, pensada originalmente como un mecanismo de equilibrio entre las grandes potencias al finalizar la Segunda Guerra Mundial, se ha transformado con el tiempo en un obstáculo estructural para la acción efectiva del organismo.

En las últimas décadas, y con especial notoriedad en los últimos años, el uso del veto ha impedido que la ONU adopte decisiones firmes ante conflictos donde las violaciones del derecho internacional humanitario son evidentes. Por ejemplo, Rusia ha vetado múltiples resoluciones sobre la guerra en Ucrania, mientras que Estados Unidos ha hecho lo propio respecto a diversas propuestas que buscaban frenar la ofensiva israelí en Gaza. Este patrón de bloqueo también se repitió en Siria, donde Rusia utilizó su derecho a veto más de una docena de veces desde 2011, paralizando cualquier intento de sanción o intervención más directa.
Estas acciones han generado profundas críticas a nivel internacional. Organizaciones humanitarias y Estados miembros han denunciado que el veto no solo congela decisiones clave, sino que además permite que los intereses geopolíticos de unos pocos primen sobre la protección de derechos fundamentales. Esto ha llevado a considerar que el Consejo de Seguridad ha caído en una parálisis funcional, particularmente en escenarios donde una respuesta rápida y unificada es crucial.
En este contexto, surgieron numerosas propuestas orientadas a reformar el uso del veto, con el objetivo de devolverle al Consejo una mayor capacidad de respuesta. Algunas iniciativas buscan prohibir su aplicación en situaciones de genocidio, crímenes de guerra o limpieza étnica, mientras que otras plantean la necesidad de que al menos dos miembros permanentes lo ejerzan de manera conjunta para que tenga efecto. También se ha discutido la posibilidad de exigir una justificación pública del veto ante la Asamblea General o incluso habilitar mecanismos que permitan anularlo por mayoría calificada de los Estados miembros.
Sin embargo, a pesar de la urgencia del debate, las reformas estructurales resultan extremadamente difíciles de concretar. Cualquier modificación a la Carta de la ONU requiere la aprobación de los cinco miembros permanentes, lo que significa que quienes actualmente se benefician del veto tendrían que aceptar su propia limitación. En consecuencia, aunque las discusiones sobre el rediseño del Consejo de Seguridad son constantes y necesarias, la realidad política internacional ha demostrado que el statu quo es más resistente que el consenso multilateral.

Llegados a este punto, es inevitable preguntarse si la ineficacia que ha demostrado la ONU frente a los conflictos actuales responde a un diseño institucional obsoleto o, más bien, a la falta de voluntad política de sus propios Estados miembros. En efecto, la Carta de las Naciones Unidas fue concebida bajo un orden mundial que dista mucho del presente. El equilibrio bipolar de la Guerra Fría, la hegemonía occidental posterior a 1991 y la actual transición hacia un mundo multipolar han puesto en evidencia la rigidez del sistema y su escasa capacidad de adaptación.
Sin embargo, atribuir la parálisis exclusivamente al diseño original sería simplificar el problema. La ONU opera, en última instancia, como una expresión de la correlación de fuerzas del sistema internacional. Es decir, su accionar (o inacción) no solo se explica por reglas anticuadas, sino también, y quizás sobre todo, por la falta de consenso entre los Estados que la integran, especialmente los más poderosos. La selectividad en la aplicación de principios como el respeto a la soberanía, la no injerencia o los derechos humanos refleja cómo los intereses nacionales siguen prevaleciendo sobre el bien común. De esta manera, más que superada en términos técnicos, la ONU aparece como rehén de las tensiones y contradicciones de sus propios miembros.
Ante este panorama, cabe preguntarse si es viable una ONU sin reformas profundas. La respuesta, cada vez más compartida en foros diplomáticos y académicos, parece ser negativa. Sin una transformación que actualice tanto su estructura como su capacidad de respuesta —en especial del Consejo de Seguridad—, la legitimidad del organismo corre el riesgo de diluirse frente a la opinión pública internacional, e incluso entre sus propios miembros. De hecho, muchos Estados del Sur Global reclaman mayor representación y participación en los procesos de decisión, argumentando que el sistema actual reproduce inequidades coloniales e ignora las prioridades del mundo en desarrollo.

Frente a la lentitud de estos cambios, empiezan a vislumbrarse otras formas de cooperación multilateral que podrían complementar, o incluso desafiar, el rol de la ONU. Iniciativas como el G20, el grupo BRICS, o instancias regionales como la Unión Africana, la CELAC o ASEAN, han ganado protagonismo en la gestión de conflictos, la respuesta a pandemias o el diseño de una agenda climática alternativa. No obstante, ninguna de estas plataformas cuenta aún con el alcance, la legitimidad ni la capacidad operativa de Naciones Unidas.
En este sentido, más que reemplazar a la ONU, el desafío parece estar en reimaginar su rol dentro de un ecosistema multilateral más diverso y distribuido, donde converjan tanto estructuras globales como regionales, estatales y no estatales. Para ello, será indispensable no solo rediseñar sus reglas internas, sino también repensar los principios que deben regir la cooperación internacional en el siglo XXI: equidad, representación, transparencia y responsabilidad compartida.
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