La guerra de Rusia contra Ucrania comenzó en 2014, con la ocupación de Crimea y parte de las regiones orientales. En ese momento, la comunidad internacional no le otorgó la atención ni la gravedad que merecía. La agresión fue en parte “digerida” por ilusiones diplomáticas, intereses económicos y cierta fatiga global frente a los conflictos. El precio de esa subestimación fue la invasión a gran escala que inició el 24 de febrero de 2022.
Hoy, tres años después, la guerra se ha convertido en un conflicto prolongado y de una magnitud que Europa no había visto desde la Segunda Guerra Mundial. Ha impactado profundamente la economía global, ha desafiado la arquitectura de seguridad europea y ha desmantelado la ilusión de un orden internacional estable.
Sin embargo, en 2025 la atención del mundo se ha desplazado hacia otros conflictos —principalmente en Medio Oriente. En este nuevo contexto, surge el riesgo de que la guerra en Ucrania sea percibida como “congelada” o incluso “normalizada”. Esta percepción es profundamente peligrosa.

Situación actual: tres años después, ¿en qué punto está la guerra?
A más de tres años del inicio de la invasión a gran escala, la guerra en Ucrania ha entrado en una fase prolongada, tecnológicamente sofisticada y estratégicamente ambigua. Lejos de avanzar hacia una resolución, el conflicto se ha convertido en una batalla de desgaste que involucra no solo a los ejércitos de ambos países, sino a todo el aparato estatal, económico y social, en un entorno geopolítico cada vez más fragmentado.
Desde principios de 2025, las líneas del frente han mostrado escasos cambios territoriales significativos. La región oriental —particularmente los ejes de Pokrovsk y Kostiantynivka en Donetsk— se ha transformado en una trinchera de alta letalidad. Rusia ha establecido extensas zonas de fuego, respaldadas por artillería de largo alcance y enjambres de drones de ataque y reconocimiento. La guerra ha adquirido un carácter cada vez más automatizado. Según estimaciones recientes, más del 75 % de las bajas rusas en mayo fueron causadas por drones ucranianos, especialmente del tipo FPV, ensamblados localmente y desplegados masivamente gracias a redes de voluntarios y una notable capacidad de adaptación táctica.
Del lado ruso, la producción masiva de drones Lancet y sistemas con fibra óptica refleja una clara apuesta por compensar el desgaste humano con tecnología. Las tropas ucranianas, por su parte, recurren incluso a fusiles para derribar drones a corta distancia, lo que ilustra el grado extremo de presión operativa que se vive a diario en las líneas de contacto.

En el aire, los ataques rusos contra infraestructura crítica y civil se han intensificado. En las últimas semanas, Rusia ha intensificado drásticamente sus ataques aéreos nocturnos utilizando tanto drones como misiles balísticos. En particular, la madrugada del 9 de julio de 2025 marcó un récord: 728 drones, incluyendo modelos Shahed y drones señuelo, fueron lanzados en una sola noche, junto con 13 misiles (cruceros, hipersónicos y balísticos), superando así cualquier ataque anterior en esta guerra. Este incremento masivo en la capacidad de lanzamiento —se reporta que Rusia ahora produce entre 170 y 190 drones por día, y analistas advierten que pronto podría lanzar mil drones en una sola noche. Eso transforma la dimensión del conflicto: lo convierte en una guerra de saturación tecnológica que, aunque cuesta vidas humanas, también busca erosionar moral y estructura civil en amplias zonas del país.
En el plano social, la cohesión se mantiene alta, aunque no exenta de tensiones. El 57 % de los ucranianos sigue confiando en el presidente Volodymyr Zelenskyi, mientras que el 63 % aprueba su gestión. A pesar del desgaste acumulado y de debates sensibles, los niveles de “fatiga de guerra” siguen siendo sorprendentemente bajos.
Desde el Kremlin, no hay señales de apertura a un cese al fuego real. Las demandas oficiales siguen siendo maximalistas: desmilitarización de Ucrania, reconocimiento de las anexiones territoriales y cambios en su liderazgo político. Moscú sigue aumentando su gasto militar, centralizando el mando de sus fuerzas de drones y recurriendo a nuevas formas de presión híbrida, como los ciberataques y la desinformación en terceros países.
Conclusión: la guerra como espejo del siglo XXI
La guerra en Ucrania no es simplemente un enfrentamiento militar. Es un desafío directo al derecho internacional, a los valores democráticos y a la idea misma de justicia global. A más de tres años de la invasión total —y más de una década desde la ocupación inicial de Crimea y partes del Donbás en 2014— el país sigue resistiendo no solo por su soberanía, sino por el derecho a decidir su propio destino.

Una paz verdadera no puede limitarse a detener los disparos. La historia ha demostrado que los conflictos mal resueltos solo se congelan para reaparecer después con más fuerza. En Ucrania, la justicia exige, sobre todo:
- la liberación de todos los territorios ocupados por Rusia (20% del territorio de Ucrania), incluyendo Crimea, donde la represión política, las desapariciones forzadas y la persecución cultural son sistemáticas;
- el retorno de miles civiles secuestrados y de los prisioneros de guerra, muchos de los cuales permanecen en condiciones inhumanas, sin supervisión internacional;
- la restitución de más de 19 000 niños ucranianos deportados ilegalmente a Rusia y entregados a familias rusas o internados en orfanatos cerrados;
- la creación de mecanismos de justicia internacional, para garantizar que los crímenes de guerra no queden impunes.
Para la sociedad argentina —que ha vivido los horrores del terrorismo de Estado, las desapariciones y el robo de identidades— estas demandas no son ajenas. La lucha de Ucrania resuena con principios fundamentales que han movilizado durante décadas a madres, abuelas, jueces y defensores de derechos humanos en esta región del mundo.
Aceptar una paz que congele las ocupaciones sería legitimar la agresión. Y si el mundo permite eso en Ucrania, ¿qué impedirá que ocurra en otras partes del planeta?
Apoyar a Ucrania no es solo una cuestión de solidaridad. Es una forma concreta de defender los valores universales: el respeto por las fronteras, la dignidad de las personas y el derecho de los pueblos a vivir libres del miedo.
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